sábado, 15 de diciembre de 2007

Caer

Llegamos al cerro en remise, al día siguiente de llegar a Salta, más por su insistencia que por mis ganas de acompañarla.
Ella quiere ir a ver a María Livia, la mujer que recibe mensajes de la Virgen. Yo la acompaño porque nadie más lo hará y porque todavía tengo fé. A pesar de todo.
Llegamos al cerro y vemos el cartel que indica por dónde hay que subir. Ella pregunta si la subida es difícil.
Le pido que vaya en alguno de los autos que ponen a disposición de los peregrinos, que yo subo el cerro por ella. Intento convencerla.
El servidor que está parado en la entrada del camino, un hombre de mi edad que lleva al cuello un pañuelo celeste, le dice: Es un sacrificio. Entrégueselo a la Madre.
Entonces, ella empieza a caminar delante mío. Ya no camina bien, ya no es más alta que yo, ni tiene los brazos más fuertes que los míos.
Ahora, yo puedo sostenerla si se cae. Puedo darle seguridad, tomándola de la mano, cuando sus pies tiemblan y chocan con cada piedra, con cada bache en el camino. Se siente insegura de sus piernas. Hace unos meses, se fracturó la rodilla derecha, en una caída estúpida que la dejó inmovilizada noventa días. Cuando volvió a caminar, empezó con lo de Salta. Yo no tenía ganas de viajar pero aquí estoy. A pesar de todo.

No llegamos al primer puesto de servidores. Antes, comienza a sentirse mal. Pienso en el calor, en su diabetes clase B, en la medicación oncológica que toma desde hace tres años, en la hipertensión, en que nunca me hace caso, en por qué no hizo el camino en auto.
Pasa un grupo de chicos, seguro de la Acción Católica, porque van rezando el rosario. Uno se acerca a preguntarnos si necesitamos ayuda. Ella dice que no. Que quiere descansar un momento.
De a ratos, la veo llorar. Me conmueve pero no lloro. No puedo llorar.
Avanzamos un tramo, subiendo y la subida cada vez cuesta más. Me cuesta a mí, que tengo treinta años menos, que no tomo medicación, que zafé del cáncer por milagro después de la operación que removió uno de mis riñones, de la insuficiencia renal post quirúrgica cuando la morfina durmió mi riñón sano, después, también, por intervención divina o al menos, eso fue lo que los médicos dijeron tras decir diálisis y transplante y cuando, sorpresivamente, el riñón sano se despertó, mientras yo seguía dormida en terapia intensiva.
El urólogo que me operó, lo dijo: A veces, todo está en manos de Dios. Y ella empezó a rezar, cada día, al lado de mi cama. Yo escuchaba su shusheo de avemarías y padrenuestros al lado de mi cabeza. No podía abrir los ojos, estaba hinchada como un globo, pero la escuchaba. La escuchaba rezar y rezar y seguir rezando sin soltarme la mano que parecía la escultura de Botero.
Ahora, otra vez reza por mí. Por razones distintas, pero por mí; porque yo no le encuentro sentido a mi vida y porque la vida se me pasó volando. Porque me quiero morir pero no voy a morirme, al menos, no naturalmente. Por eso quiere subir el cerro. Por eso quiere ver a María Livia. Por eso, hace el sacrificio, a pesar de todo.

Nos alcanza un hombre que debe ser más viejo que ella, cuando volvemos a caminar. La ve avanzar temblorosa, agarrada de mi mano. Se le acerca.
Agarrese de mi brazo, le dice, y vamos con pasos cortitos, sin apurar. Pídale fuerza a la Madre. Pídale.
Los sigo desde atrás. Pienso en mi papá. Pienso si ahora, estaría canoso o sería completamente pelado, si la hubiese acompañado, si yo estaría con ellos, de todas maneras; si me sentiría como me siento.
El hombre nos deja en el puesto de servidores en el que dan agua. Dos caballetes, un tablón, unos bidones de agua, vasos de plástico. Pido que me llenen la botella que llevo. Me dicen que en esa parada no pueden hacerlo, que más arriba sí; me dan dos vasos y me piden que no los tire. Que más arriba vuelva a tomar en los mismos.
Le acerco el vaso de agua y se lo toma. Le doy el mío. La veo secarse el sudor con un pañuelo de papel. El mismo pañuelo con el que se secó las lágrimas y yo pienso que no quiero que siga llorando; que al final, mi vida no está tan mal, que Dios me dio otra oportunidad, como me dijo un amigo; que hay cosas peores. A pesar de todo.

Volvemos a caminar. Ahora, yo voy adelante. Le indico dónde tiene que pisar. Ella se agarra de algunos troncos del camino y me obedece. Pisa dónde le digo, me sigue. Reza. Llora. Transpira.
Paramos en un lugar donde se ve toda la ciudad. Puntitos blancos y cerros más allá. La veo mirar hacia delante. Le digo que falta poco. Le miento pero la convenzo y seguimos avanzando.
El camino se pone más llano. Caminamos despacio. La llevo del brazo como si aquel hombre hubiese aparecido para enseñarme a llevarla.
Vemos gente. Una fila que parece no tener principio. Nos paramos detrás de los últimos. Una familia. Los padres, los cuatro chicos, la novia de uno de los chicos.
A la altura de mi pantorrilla construyeron un cantero. Las plantas están aplastadas contra las piedras. Las nenas de la familia que está delante nuestro, en la fila, levantan las plantas y las acomodan hacia atrás. Uno de los hermanos de esas nenas, cuando encuentra que las chicas se distraen, pisa las plantas. Mueve el pie como si bailara el twist sobre las plantas caídas.
Qué malo, me dice ella, hacerle eso a las plantas. Yo no le contesto. Estoy mirando. Hay chicos por todos lados, hay familias con chicos esperando; algunos están sentados en la tierra; otros, sobre las plantas. Con razón están tan aplastadas.
Es el sábado dedicado a los chicos especiales. Hay chicos con Síndrome de Down, con Esclerosis Múltiple, que no pueden hablar, que no escuchan, que tienen desordenes de conducta. Donde hay un adulto, hay un chico. Menos donde estamos ella y yo.
Un coro canta. Cuando terminan de cantar, se reza el rosario. Hay un lugar especial para confesarse. Cuando empieza el rosario, un hombre, que espera su turno para la confesión, se arrodilla sobre la tierra. Lo miro y vuelvo la cabeza hacia ella. Sé que se arrodillaría, si pudiera. Rezo fuerte. Mi voz se oye hasta unos metros más adelante. Rezo mientras la fila avanza, mientras el sol sale y se nubla, mientras se pasa el mediodía y llega la tarde.
Entonces, ella me pregunta si no siento el perfume a rosas. No lo siento. Ella me vuelve a preguntar. Le digo que no. Pero ella dice que sí y se le caen las lágrimas.
Si hay olor a rosas, la Madre anda dando vueltas entre la gente, le dice un servidor que la escucha preguntarme. Pídale a la Madre, doña, le dice, si usté huele las rosas, pídale que Ella le va a dar lo que necesita.
Ella cierra los ojos. Y yo, que no siento olor a rosas, también le pido.
Tardamos todo la mañana y toda la tarde en distinguir a María Livia entre la gente. Cuando la encontramos, está rodeada de servidores. Dos se paran a su lado, nueve se colocan detrás de la gente que esperó todo el día para verla.
María Livia apoya sus palmas sobre los hombros de la gente. Uno a uno, los que fueron tocados, se caen al piso, redondos, como si se desmayaran. Los servidores los atajan y los acuestan en el piso. Mucha gente llora.
Llega nuestro turno. Quedamos separadas. Soy la primera de la segunda fila; ella, la última de la primera.
María Livia avanza de atrás hacia delante.
Yo sé que cuando sea su turno, ella se va a caer. Cuando María Livia la toque. Lo sé desde que empezamos a subir el cerro. Lo sé porque ella quiso venir a Salta, quiso subir el cerro, quiso ver a María Livia para esto, para caerse, para dejarse caer en los brazos de la Madre. Quiere volver a caerse.

María Livia se para delante de mí. No me voy a caer, me digo y la miro a los ojos. Es apenas durante unos minutos. No me voy a caer, me vuelvo a decir mientras clavo los ojos en los de María Livia y sin decírselo, le pido que no me deje caer, que no me quiero caer. A pesar de todo.
No me caigo. El servidor que está detrás de mí espera un momento, por las dudas. Sigo sin caerme. Se caen todos los que están en la fila en la que estoy. Uno a uno, como en esos juegos de dominó en dónde se empuja la primera ficha y empiezan a caer las restantes. El servidor se asegura de que no voy a caerme y corre hacia su lugar, detrás de la próxima tanda de gente.
María Livia llega hasta dónde está ella. La toca. Se cae. La veo caer desde mi lugar porque aún no me moví. La veo caer mientras una servidora jovencita me pregunta si estoy bien, si necesito quedarme ahí un poco más y yo digo que sí con la cabeza porque la voz no me sale, porque ya no puedo hablar, porque la veo cayendo mientras contesto.
Empiezo a caminar mientras acomodan a la nueva tanda de gente, cuando María Livia se mueve con su ejército chiquito hacia otro lugar lleno de gente que espera.
Ella sigue en el piso. No llora, ni transpira. No se levanta. No me acerco. La espero. Espero que se levante. Levantate, pienso, levantate, por favor. La veo abrir los ojos.
Se sienta sobre la tierra. Me acerco, una servidora me detiene. Ella me hace un gesto. Me pide que espere. La servidora la ayuda a levantarse. Ella le sonríe, le agradece.
Se acerca a mí y me abraza. Por primera vez, lloro. Lloro por todo. A pesar de todo.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

hola, la verdad que me emocione con lo que escribiste,porque hay mucho amor,...perdon si te molesta que haga un comentario pero necesitaba hacerlo porque siempre quise ir a salta y por un motivo u otro no fui .....entonces al leer ......me di cuenta que los milagros existen ...que siempre hay esperanzas....
un saludo afectuoso

Cassandra Cross dijo...

Yo también lloro ahora.
Últimamente mucho, y cada vez más de felicidad y menos de rabia. Cada vez más por la energía que empieza a moverse y menos por la que desperdicié en el pasado.

Es hermoso este relato, te juro que me llega al alma. Abrazo enorme.

Vontrier dijo...

Claudia:
Por supuesto que no me molesta tu comentario. Al contrario. Es muy bienvenido. Sentite tranquila de comentar todo lo que quieras, cuando quieras.
Este blog sólo tiene por finalidad publicar todo lo que no publicaría en los otros blogs que escribo; asi que, avanti, cuando gustes.
Y si todavía no fuiste a Salta y necesitás ir, no te preocupes, ya vas a ir cuando sea el momento.
Que estés muy bien.
Un beso.


Cass:
Me vas a traumar si seguís llorando.
Muchas gracias. Por todo.
Besote.