domingo, 22 de junio de 2008

Dos plazas

Se despertó con la misma incertidumbre con la que se había acostado. En unas horas, debía recibir el llamado telefónico que había esperado la noche anterior hasta que la venció el sueño. El llamado que prometía una noche de amor, un poco robada, un poco escondida, después de una separación que nunca pudo entender bien y que la cambió de posición: de novia a amante, sólo en cuestión de meses.
Sobre la mesa de luz, el cenicero amontonaba las colillas del atado, que no hacían más que confirmar las horas que pasó esperando, con el inalámbrico apoyado sobre las piernas para no perder ni un segundo en atender.
A la izquierda del cenicero, la cáscara de una mandarina aguantaba el peso de las semillas y recordó, que alguna vez, cuando no necesitaba ocupar la plaza que, ahora sobraba en la cama, con las almohadas, una detrás de otra, tenía prohibido comer mandarinas en el dormitorio, por el olor. Y fumar. No podía fumar cuando la otra plaza estaba ocupada, dentro del dormitorio.
Todavía estaba en posición fetal, cuando se llevó la mano a los ojos y los notó hinchados. Se dio vuelta y se abrazó a una de las almohadas, anidándose en sábanas y frazadas.
Asomó un brazo por encima de la ropa de cama para tantear el teléfono. Miró el display. Nada indicó que durante el sueño, aquel llamado se hubiese producido.
Había pasado el mediodía. Suspiró.

Se levantó con el cuerpo dolorido, como si durante la noche hubiese hecho un esfuerzo muy grande. Arrastró los pies hasta el baño. Prendió la luz y odió que ese baño fuera tan oscuro, tan cerrado. Se miró al espejo. Tenía los ojos hinchados, sí. Había llorado. Y llorando se había quedado dormida. Recordó que el teléfono había quedado sobre la cama y desanduvo sus pasos hasta la habitación para llevárselo con ella al baño.
Se sacó el pijama. Se miró al espejo. Descubrió dos canas más. Frunció la cara y examinó, con detenimiento, las arrugas que le rodeaban los ojos. Se miró el cuerpo. Estrías, celulitis, alguna cicatriz. Con las manos, se palmeó el culo. Lo notó flojo. Abrió la ducha.
Si fuera más joven, si fuera más linda, si fuera más flaca, si fuera más alta, pensó. Si fuera otra, a lo mejor, no se hubiese ido.

El agua le tocó los ojos, se le deslizó por el cuerpo. El jabón le acarició la piel y sintió asperezas en codos, rodillas y talones. Se reconcentró usando la esponja vegetal y la piedra pómez, con saña. Mojó el pelo y lo notó reseco, estropeado. Hizo espuma con el champú mientras friccionaba el cuero cabelludo con violencia. Enjuagó el pelo bajo el agua y se preguntó, en el momento en que pudo distraerse, dónde iría a parar el agua que hacía un vórtice en la rejilla. Se imaginó la trayectoria del agua, hasta la planta potabilizadora y de ahí, su purificación hasta el camino de vuelta hacia la canilla y se vio tomándose su propia mugre, sus células desprendidas. Le dio asco el agua y también, le dio asco la sensación de tragarse su propia descomposición. Una arcada la hizo volver a cerrar los ojos y dejar que el agua caliente se le deslizara por el cuerpo, como la caricia que solía recibir antes de que la cama le quedara tan grande y que, los últimos dos días, extrañaba.

El espejo del baño estaba empañado. Se sentó sobre la tapa del inodoro y comenzó a secarse. Se frotó las piernas brutalmente. Cuando pasó la mano para asegurarse de que se había secado bien, se dio cuenta que la mañana anterior, la habían depilado bien. Tanto preparativo para nada, se escuchó decir.
La piel estaba suave y no había un solo pelo cortado que pinchara. Siguió secándose el cuerpo con crueldad, dejándose la piel enrojecida.
Se miró las manos. Tenía las uñas comidas y los dedos lastimados de tanto roerlos. Intentó quitarse una piel sobrante que se levantaba cerca de la uña del pulgar, con los dientes. Le dolió.
Con los nueve dedos que no le dolían, se puso un baño de crema en el pelo y lo envolvió en una toalla. Buscó la crema para la celulitis y la pasó por la cadera y los muslos, con movimientos rápidos y circulares. Luego, abrió un pote petiso, y se desparramó la crema anti edad, con golpeteos alrededor de los ojos y la boca.
Se lavó las manos con agua fría y se sentó, de nuevo, en la tapa del inodoro, contando los azulejos para que se cumpliera el tiempo del baño de crema.
Cuarenta azulejos horizontales. Diecisiete azulejos verticales. Se preguntó qué habría debajo de los azules, si un día, se le ocurriera levantarlos.
Sonó el teléfono. Se le aceleró el corazón.

Atendió con los ojos cerrados. Dijo hola. Se quedó escuchando. Mañana, sí, contestó. Como siempre, sí, dijo, después de un segundo silencio. Un beso, mamá, terminó de decir antes de apretar con el pulgar dolorido la tecla off.
Se sacó la toalla. Se enjuagó el pelo y lo envolvió en una toalla seca. Dejó deslizar la bolilla del desodorante por las axilas. Se puso el pijama. Salió del baño con el teléfono en la mano.
Arrastró los pies hasta la cocina y eligió dos mandarinas de la frutera. Miró cómo relucía la bacha de la cocina y el piso. Miró, al pasar, el orden del living. Volvió a arrastrar los pies hasta el dormitorio. Se metió en la cama y acarició las sábanas nuevas. Apoyada contra el respaldar de la cama, le sacó la cáscara a la primera mandarina y sintió arder el pulgar. Desgajó la fruta y quitándole los hilitos blancos a cada uno para metérselos en la boca y separar la pulpa de la semilla para después, depositarlas en la cáscara nueva.
Después de comer, se olió los dedos. El olor a jabón y mandarina se confundía.
Encendió un cigarrillo y lo fumó mirando alrededor. Las cortinas recién puestas, los libros ordenados, las fotos sobre el estate, la ropa en su lugar, las puertas del placard bien cerradas. Cuando la brasa se le hizo sentir en la mano, lo aplastó contra el vidrio del cenicero.

Acomodó las almohadas. Una detrás de otra, como si fuera un cuerpo, como si el cuerpo faltante pudiera reproducirse con ellas. Miró el teléfono, revisó el tono. Se acostó. Se anidó en la ropa de la cama, se abrazó a la almohada. Volvió a llorar. Así, se quedó dormida, otra vez.

El teléfono no sonó en todo el día.

lunes, 16 de junio de 2008

Será cuento

"Todo el mundo merece un final feliz, al menos, una vez en la vida"

Es un buen final para un cuento.
Es un buen principio para un cuento.
Es un buen principio.

"El miembro más débil, en sus últimos días, decide alejarse de la manada con la convicción de que su debilidad es un peligro más de los que acecha a todos sus compañeros."

Ese es un buen final, creo que sí.
Y todo esto se convertirá en un buen cuento.
Porque se lo merece.

(Acordate de Jack London. Ley de vida.)

This is the way that we love,
Like it's forever.
Then live the rest of our life,
But not together.



jueves, 12 de junio de 2008

Aire


I need something to breathe.
(Something to breathe)
Baby, don't shiver now.
Why do you shiver now?
(I will see things you will never see)
I will try not to worry you.
I have seen things that you will never see.
Leave it to memory me.
Don't dare me to breathe.


I need something to breathe.
(Something to breathe - I have seen things you will never see)
I want you to remember.

lunes, 9 de junio de 2008

Fin de semana



Cuando la preciosura ve esta foto, pone un dedo en el pelo de la chica y dice Iayiay. No me parezco a esta chica, casi en nada, salvo en el pelo. Y la preciosura, ya puede reconocer un corte de pelo copiado. Es una nena muy inteligente.

El jueves me di cuenta de que la preciosura ya tiene un miedo grande. Un miedo que la hace llorar.
Mirabámos un libro que se llama "A Leo le pica", distribuído por un laboratorio para los chicos que tienen alergías de piel. El libro tiene dibujos. En una de las páginas, Leo iba al doctor. Le mostré el dibujo a la preciosura -un año y ocho meses, a veces me sorprende mucho- y le cambio la cara.

Tortor, no, iayiay. Tortor, no, dijo y se puso a llorar.

La abracé, tiré el libro al piso, lo escondí, le canté la canción de Pepe, hasta que se le pasó.
Después hablamos de salir a pasear. Yo le preguntaba, ella respondía.

Vamos a ir a pasear.

Sah.

La preciosura no dice ni sí, ni no. Dice sah y nah.

Y vamos a comer?

Sah.

Qué vamos a comer?

Pizzzzzzzzzza, iayiay.

Todos los días pizza?

Nah, talta.

Me hizo reír.

Más tarde, me llamó por teléfono. Es mujer, no hay nada que hacerle. Me llama por teléfono, me grita Iayiay, hola, embuaaaaaaaaa (su versión teléfonica de los besos) y cuando le digo chau, me cuentan que me saluda con la mano.
La preciosura es lo mejor que le pasó a mi vida. Sin dudas.

El sábado, reunión con mi familia elegida. Me extrañan. Me quieren. Me ven linda. Más linda, dicen cuando yo digo "sí, un poco mejor". Vamos a tener un bebé. Un bebé en la familia elegida. Y cada vez que lo pienso, se me hace un nudo acá. Nos convertimos en adultos, finalmente.


Hoy le dije un montón de verdad a alguien.
No estoy más contenta pero estoy más liviana.
No sé si me entendió. Creo que no. Ojalá que sí. Ojalá que haya entendido que, a pesar de todo, yo lo quiero bien y lo respeto más de lo que puede imaginarse.
Ojalá lo haya entendido así. Y ojalá, algún día, me digan una verdad que yo pueda entender de esta manera.
A veces, hace falta decir la verdad. La más pura, simple y sencilla verdad, sin dar vueltas. Porque la verdad escondida pesa mucho. Al menos, para alguien como yo.

viernes, 6 de junio de 2008

Caro Michele/27

Las cosas no van bien. No van bien. Ni adentro de mi cabeza ni afuera. Te escribo hoy, a esta hora que debería ser temprano para lo usual con el cuerpo todavía temblando. Me despertó una pesadilla. Una pesadilla de esas tan vívidas, como las que a veces tengo. Las que me avisan.
Y no importa quiénes estaban en la pesadilla. Importa lo que yo veía, lo que escuchaba, lo que sentía. Importa eso que siento que dice que estoy haciendo todo mal, otra vez. Y que las cosas no van bien y que si no me alejo un poco, (porque vos viste como soy, si estoy cerca, estoy tan cerca y encima estoy cerca pero bien -o por lo menos, lo bien que me parecen a mí que se hacen las cosas bien-, y si estoy lejos estoy tan lejos), todo va a terminar mal. Mal para mí, nomás.
No hablo del fin del mundo ni de nada parecido. Hablo de sentir otra vez, la misma frustración de siempre. De las malas elecciones, de los pocos límites, de otra vez siempre lo mismo y terminar esta vez, sí, cerrando la puerta a todo. Hasta a esta correspondencia, porque hasta yo me canso de mí.
Y ya no me queda mucha paciencia y no tengo tiempo para equivocarme de nuevo.
Yo sé que vos me vas a entender: es igual que no poder confiar en nadie. Aunque vos quieras. Aunque sea lo que más queres. Es buscar en quién confiar y no encontrar a nadie, pero no porque no haya, sino porque te retan, porque te dicen como son los que vas encontrando, porque te quieren o porque te detestan. La vida de los otros, la mía, a veces, desde afuera parece tan fácil, Miguel.
Estoy cansada. Muy. Y no sé si estoy a un paso de la locura total - a veces, parece que me imagino cosas que no pasan; otras veces, soy un mostro que le da mucho miedo a todo el mundo. Hoy me dijero eso: Si ya sabes que les das miedo a todos. Justo yo, qué mal me debo dar a conocer- o a un paso de desaparecer por completo de todos lados.
Qué soñé? Una idiotez. Lo peor no era lo que pasaba, que seguramente sea lo que está pasando, no sé por qué, algo me dice que es así y ya aprendí a confiar en mi intuición, sino que yo estaba ahí y a nadie le importaba. Pero lo peor más peor, es que cuando me desperté, supe que justo eso era cierto. A nadie le importa. Y eso es algo que no te podés olvidar, cuando a nadie le importó muchas veces lo que te estaba pasando o lo que estabas diciendo o la manera idiota que tenés de exponerte, casi como si estuvieras desnudo. Imaginatelo: vos estás en un lugar cualquiera. Una casa que tiene dos pisos y no sabés bien por qué terminás atrás de una cortina. Y escuchás lo que pasa en el piso de abajo. Sabes quiénes son. Al menos, sabés quién es uno de los dos que se escuchan. Y vos estás ahí arriba, atrás de una cortina, casi desnudo.
Es un sueño para asustarse mucho, porque es uno de esos que dice que te están señalando todas las cosas y no las querés ver.
Y yo veo todas las señales y sin embargo, no puedo dejar de hacer lo que hago. Y ya ni siquiera sé para qué lo hago. Ni por qué. Ni por quién.
Igual, claro. Es un sueño. Reelaboraciones de la información que recopilaste en la memoria a lo largo del día o el día anterior. Es un sueño, no pasa nada.
Mañana, cuando me despierte de nuevo, con la garganta inflamada y el cuerpo todo golpeado, voy a poner mi mejor cara, me voy a hacer la graciosa, la ortiba, esos disfraces que yo me pongo y va a estar todo bien. Tan bien como hasta ahora que va todo tan mal.
Las cosas van mal. Y si no hago algo al respecto, pronto, todavía pueden ir peor. Una vez más, tengo que desaparecer. O conseguir alguna aleación que me separe del resto de mundo.
Y sí, estoy re moneda. Qué me importa, que me importa si soy moneda. ¿Cuántas veces me tocó a mí, escuchar el monedismo de otro y escucharlo con atención? ¿A quién estoy jodiendo? A nadie. Me siento mal. Me siento MAL. Me siento esperando un montón de cosas que no van a pasar. Y quiero que termine todo esto de una vez.
Que termine todo y pasar a lo siguiente, sea lo que sea. Aunque sea una porquería. Pero que sea una porquería distinta y no la misma porquería que ya conozco.
Eso.
Vos no te das una idea de lo que te extraño hoy, Miguel.

jueves, 5 de junio de 2008

Nosotros, los dos

“A mí, que no tengo padre,
que vengo de una familia mujeres fuertes,
me han definido los hombres
que me quisieron aunque sea un rato.”

Texto participante en el T.E.Lit.A

Yo lo quería. Y lo quería en serio. Lo quería toda la vida, con toda mi vida, para tener hijos y comer ravioles los domingos y comprar un perro y una pileta de lona para poner en el patio.
Lo quería tanto que podía cerrar los ojos y aún así, verlo. Despertarme y con los ojos cerrados, verlo, también. Me convertía en ciega para el mundo si lo sentía al lado mío.
Entonces era temprano para nuestra vida que recién estaba empezando, y para el día.
Una hora antes, las piernas enredadas, la ropa por el suelo, las medias en el cementerio de medias en el que se convertía el fondo del colchón, los ojos cerrados, sin voces, sin tele ni música, sólo él y yo. Yo y él. Nosotros. Los dos. Éramos el mundo.
Fuimos el mundo durante algunos meses. Porque nada importaba y porque nos habíamos jurado que mientras estuviésemos los dos, el rato ese que pasábamos juntos, éramos todo y todos.
Y nos prometimos, casi ante escribano, que si un día no nos importaba, si un día la mañana se nos llenaba de otros, nos íbamos a dejar, sin ruido, sin lágrimas, sin gritos, sin peleas por los discos, ni los libros, ni las películas.
Yo me voy con lo puesto. Como vine, dije la primera vez que lo hablamos.
¿Por qué hacen esas cosas las chicas?, me preguntó. Vos te vas con lo puesto y yo me quedo con todas las cosas llenas de recuerdos. Además, esto es de los dos. ¿Qué voy a hacer con esto yo solo?
Yo me voy como vine, con lo puesto, repetí y no le aclaré que si alguna vez me iba, me lo llevaba en el cuerpo, en la voz, en los pensamientos y hasta en la nariz.
Pero esa promesa, en aquel momento, no nos importaba mucho porque, ya digo, éramos el mundo entero. Nosotros, los dos.
Pasaba un rato de esos, quieto.
Siempre me desperté de mal humor y hasta eso parecía gustarle de mí. Mis gruñidos de recién despierta. Mi mutismo, mi fastidio, la acidez con que me recibía el mundo real, el afuera. Esos otros que no nos importaban: los compañeros de trabajo, la gente del subte o del colectivo, las familias de cada uno y su propia familia, porque casi siempre, cuando me despertaba, pensaba en su familia. En las nenas durmiendo con la madre, en la cama grande, porque el padre tenía un “congreso”.
No soy de hablar mucho. Hago ruidos, contesto monosílabos, pero cada tanto, alguna frase larga se me escapa.
“Congreso”, ¿no había un nombre más horrible para ponerme? supe preguntarle.

Yo no abría los ojos o me los tapaba con las manos. Y sin embargo, cuando me resignaba, cuando no me quedaba otra más que separar los párpados y dejar que la luz me invadiera las pupilas, ahí estaba él con su sonrisa y sus ojos de cachorro.
Era un buen tipo. Eran malas las circunstancias, pero quién elige de quién, por qué y cuándo se enamora. Uno se enamora y ya. Y si puede, convierte ese rato, el rato que dura el enamoramiento en lo único importante porque no sabe, tiene miedo, desconfía de que se repita.
Era la última en levantarme. Mejor, esperaba a que me viniera a buscar y me dijera “vamos” y me pasara la mano por los brazos y los dedos y me destapara los ojos, despacio, con suavidad. Que me abrazara y me incorporara mientras yo dejaba los ojos apoyados en el ángulo que se formaba entre su cuello y su clavícula y decía con un hilo de voz, después de respirarlo más de una vez, de guardarme su olor para todo el día, “mate”.
Me paraba con los ojos cerrados y desnuda. Me dejaba llevar al baño que ya tenía la ducha abierta para mí.
En diez, te vengo a buscar, me avisaba y yo sabía que eran diez. Ni nueve ni once. En diez, estaba atrás de la cortina, con el toallón preparado para recibirme y envolverme. Y dejarme, otra vez y mil veces, cerrar los ojos y respirarlo. Así, cada vez. Así hasta que nos vestíamos de jefe y empleada. Así hasta que uno salía antes que el otro. Así, hasta que en el pasillo gris, nos saludábamos como si no nos hubiésemos visto desde el fin de nuestra jornada laboral anterior.
Así, veinte meses, a nuestros veinticinco. Porque no teníamos la culpa de todo lo que nos había pasado antes.
Nuestro problema fue el desencuentro. Seis años antes, esta mierda no pasaba, decía él.
Y yo pensaba en esos seis años anteriores, en todo lo que había pensado que era un noviazgo y las ochenta grandes diferencias que había entre esa definición y el noviazgo que yo tenía en la realidad.
También imaginaba sus ojos y la mueca desesperada que pudo haber puesto cuando le dijeron “te casás, m’hijito. Te casás. Si fuiste vivo para acostarte, ahora, vas a ser vivo para criar a la criatura”. Pero con las horas de trabajo, con el noviazgo laboral, me olvidaba de esas cosas.
En veinte meses, fui congreso, cada sesenta días; reunión, una vez por semana; almuerzo o cena o despedida de soltero o un evento al que no podía faltar, si el asunto en el mundo real se ponía espeso, si la esposa y madre protestaba.
Mientras tanto, la sede de todas las actividades, la sede que buscamos entre los dos y conseguimos con descuento y sin garantías, cada día, cada semana, se convertía en la casa que hubiésemos podido tener. Una casa blanca y luminosa en donde nos encerrábamos, porque hay una clase de amor que no crece si no se oculta y ahora, a la luz de los años, es fácil darse cuenta que ese amor era así, un amor de invernadero.
Teníamos nuestras tazas y nuestras sábanas, nuestros juegos de toallas, unas pocas ollas, un equipo humilde de audio, un televisor que casi no prendíamos porque cada minuto, cada segundo no se podía desaprovechar y un teléfono, con número que sólo tenían dos personas, en caso de emergencia. Dos personas confiables que se acomodaban en el papel de cómplices sin preguntar demasiado y sin decir mucho más, salvo alguna que otra frase como “tené cuidado” o “fijate lo que hacés”; esas cosas que dice la gente.

Una vez, tuvimos mar. Y la felicidad parecía completa porque lejos, no había de quién esconderse y podíamos ir al supermercado de la mano y darnos un beso en la góndola de las galletitas sin mirar para los costados como si estuviéramos robando. Robábamos sí, pero el daño ya estaba hecho. No hubo mar más azul, ni frío más hermoso, ese invierno. Pero hubo, por primera vez, cuando nos despedimos en la estación de micros, una sensación de ahogo, una especie de desgarro, una tristeza profunda. Una señal única e inequívoca de que el rato estaba terminando. Y que había sido un rato bueno, pero un rato nunca le alcanza a nadie, menos si uno está enamorado hasta las neuronas, metido hasta las cejas.
Y lo supimos los dos sin decir una palabra. Yo lo supe en sus ojos; él lo supo en mi beso, el beso más amargo que le di.
Después todo fue como tenía que ser. No podía ser de otra manera. Salíamos corriendo a la sede, nos sacábamos la ropa desesperados, nos metíamos en la cama, nos abrazábamos. No hacíamos nada. Nos invadía una pena inmensa porque las cosas no se iban a modificar. Yo no le pedía nada, él no me prometía nada.
Cada quién asume las consecuencias de sus elecciones como puede. Eso pienso ahora. En esos veinte meses no pensaba así pero tampoco tan distinto.
Vos sabés que yo nunca más voy a querer a nadie así, me decía. Nunca más. Nunca más en toda mi vida. Te lo juro.
Me hacía apoyar la mano en su corazón y yo oía, con las yemas de los dedos, sus latidos pero no le respondía nada, no le daba nada a cambio de esas palabras, sólo cerraba los ojos; le decía, después de unos minutos, con la garganta cerrada, con un hilo casi imperceptible de voz “mate, por favor. Mate”, y lo miraba.
Lo veía levantarse y pasarse la mano por los ojos y la nariz, sonar para arriba y yo no podía más que cerrar los ojos, otra vez y esperarlo a que volviera, con el termo, el mate cargado, el tarro del azúcar. Y que después me contara que Maca cada día escribía más palabras y que Cande le pasaba la mano por la cara, como se la pasaba yo y que a veces –todas las veces-, tenía que esforzarse para encontrarle algún parecido con su mamá, porque Cande parecía una hija mía, nuestra. De los dos.
Entonces llorábamos. Llorábamos casi dos termos de mate. Y hubiésemos seguido llorando otros veinte meses. Pero nosotros nos habíamos prometido no llorar, ni hacer ruido, ni gritar, ni pelear.
En una cena que no fue, por la varicela de una de las nenas, tomé mi decisión. Entré a la sede de tantos congresos, almuerzos, cenas, despedidas de soltero y eventos a los que no podía faltar.
Recorrí la casa, como el que recorre un museo. Impresionada por la felicidad con que esas paredes se habían mantenido blancas, conmovida por el olor a hogar que había en ese único ambiente, transportada por la temperatura que adquiría aquella cocina, con nuestras tazas, nuestras pocas ollas y platos y cubiertos.
Lo único que me llevé fue el mate. Y deje una nota, avisándole.
El resto de la historia no tiene la menor importancia. Es una historia más entre los millones de historias como ésta que suceden en el mundo, a cualquier hora; quizás, ahora mismo.

Hace unos días, lo vi desde el colectivo. Maca está casi tan alta como yo y al lado de él, parece más su novia que su hija. El semáforo detuvo al colectivo y de tanto mirarlo, Cande se dio vuelta.
Me impresionó que se pareciera tanto a mí cuando tenía su edad. La vi tirar de su brazo, la vi decirle algo.
Lo vi levantar la cabeza cuando el colectivo arrancó. Desvié la mirada.
Cuando llegué a mi casa, a la casa en la que vivo, a la casa que es toda mía, puse agua a calentar en la pava eléctrica, busqué ese mate y esa fue mi cena.
El mate nunca me salió como le salía a él. Pero fue una mateada feliz porque a pesar de los años que pasaron entre esos veinte meses y estos días, comprobé mi teoría: lo llevaba en el cuerpo, en la voz, en los pensamientos y hasta en la nariz. Y lo abrazaba entre mis dedos, como si ese mate representara mis ojos apoyados en el ángulo que se formaba entre su cuello y su clavícula mientras lo respiraba, para guardármelo adentro. Para llevármelo. Porque éramos el mundo hasta que dejamos de serlo, para nosotros, los dos.

miércoles, 4 de junio de 2008

Cabezón, cebate un mate

“Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el pasado.
Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la felicidad,
pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido ya sucedió.”

(Muchacha de otra parte – Abelardo Castillo)

Texto participante en el T.E.Lit.A

A veces, cuando lo veo en las fotos, me parece que va a venir. Que va a llegar, en cualquier momento, con los cordones desatados y el flequillo tapándole los ojos; que me va a dar un beso y que va a ir directamente a la cocina y va a llenar la pava con agua.
Después, va a prender la hornalla y con el fuego de la hornalla va a encender dos cigarrillos: uno para él y otro para mí. Antes de tirarse conmigo en la cama, va a dejar la pava sobre la hornalla. Y yo voy a decir la frase mágica y el tiempo se va a detener para siempre.
Mike, Mick, Migue, Miguelito, Miguel, Mig, Miguito, mi mejor amigo. El que sabía todo de mí. Él, que todavía todo lo sabe, era el único capaz de soportarme en pleno ataque de euforia o de llanto, de comprar un paquete de Siempre Libre Nocturna sin que le temblara la voz, en la farmacia y de hacerse cargo del mate.
Nunca fui buena cebando.
Me das los mates como trompada de loco, nena, me decía.
Y yo me quejaba, porque quejarme siempre me salió bien.
Bueno, qué querés, me aburre cebar. Al segundo mate ya me pudrí. Encima con vos, cabezón, voy y vengo ochenta veces: que cambiá la yerba, que cortito como patada de chancho, que lavate y cagate. El matismo no es lo mío.
Así le contestaba yo y él se reía y cuando Migue se reía, a mí, se me iluminaba la vida porque no hubo nadie, ni antes ni después, que supiera con tanta exactitud como era, como soy.

No voy a decir toda la verdad. Voy a decir sólo una parte: Miguel fue el segundo hombre más importante de mi vida. Fue mi padre y mi hermano, mi compañero inseparable, mi novio de mentira, mi guardaespaldas, mi confidente, el que me hacía escuchar música nueva y sabía exactamente qué música me iba a gustar.
Era el que me adivinaba, cuando yo, que siempre fui como fui siempre, le hacía un chiste de humor negro, de esos que dan asco y que cualquiera responde con un “qué bestia, no digas esas cosas, animal”.
Él sabía y lo sabía sin que yo se lo hubiese dicho, que esa era la única forma que tenía de defenderme de la adultez que me habían cargado en la espalda mucho antes de que mi espalda fuese lo suficientemente fuerte, porque me entendía bien; mejor que cualquiera.
Entonces, me abrazaba.
Cuando yo decía una barbaridad, Miguel me abrazaba y me decía que me quería y que era linda y que no sabía que iba a hacer, si un día, por un novio o una novia, nos separábamos para siempre. Y yo, que nací boca sucia, me ofendía y le decía bajito, cerca del oído, que no había tajo ni pija capaz de una cosa así.
Y lo hacía reír, porque si Miguel se reía, mi vida era mejor. Mucho mejor.

Nadie se explicaba bien qué era Miguel para mí. Nadie creía que sólo fuese un amigo. Miguel se tiraba a dormir la siesta conmigo y éramos un enredo de piernas y brazos. Nadie sabía qué era yo para Miguel: la novia, la transa, la minita. Algunos decían que éramos raros; otros, que en cualquier momento, nos íbamos a enamorar. Pero se equivocaban y cómo.
Nadie, salvo mi familia, sabía que Miguel estaba solo en todo el puto inmenso mundo y que lo único que tuvo –además de mí, que podía arrancarle los ojos a cualquiera que se animase a hablar mal de él, a puro filo de lengua- fue una abuela que sólo hablaba en italiano, y que lo dejó cuando apenas tenía catorce años en una casa demasiado grande y vacía, dos años después de que mi vida cambiara radicalmente. Ya éramos amigos.
Amigos desesperados, pisando la adolescencia, criando y criándose solos, como los chicos de Dickens.
Y entre todo eso, éramos felices o algo así. Yo hacía su tarea de Lengua y Literatura. Él, todos mis ejercicios de matemática, física y química.
Miguel, mi Miguel, era parte de mi familia. Era mi hermano mayor y el hermano de mis hermanas. El que ayudaba a mí mamá con las bolsas, cuando la esperaba en la esquina a que bajara del colectivo, después de trabajar todo el día, y le decía: soltá, soltá que yo te las llevo.
Bailó el vals de los quince conmigo y con mis hermanas cuando les tocó y si nunca terminó de mudarse con nosotras fue porque siempre prefirió dormir en la cama grande, abrazado al echarpe que todavía conservaba el olor de su abuela.
Si vos no te dedicas a escribir, sos una tarada. No pierdas el tiempo, me dijo cuando terminamos el secundario.

Quizás, los años hayan pasado demasiado rápido. Quizás, hayamos sido adultos desde muy temprano. Quizás, la vida tuvo que ser así.
A los veintiuno, liberado de la custodia de un tío que sólo se limitó a firmar la tutela siete años antes pero nada más, Miguel vendió la casa de la abuela y pasó su última semana en Buenos Aires, viviendo conmigo, con nosotras.
Dije la frase mágica toda esa última semana por última vez en mi vida. Y cada vez que me tocaba el mate, le pedía que sacara fotos, que llamara, que escribiera, que no se olvidara de escribir, que yo iba a esperar una carta todos los meses, un llamado, cada tanto. Y que se cuidara de las minas, que eligiera bien, que yo no iba a estar ahí, con mi espíritu de bruja para decirle “con ésta, no”.
Es un rato, nada más. Un rato y vuelvo. Vas a ver que ni me vas a extrañar, me dijo en Ezeiza mientras revisábamos, por décima vez, el pasaporte y el pasaje.
Cuando llegó la hora, nos abrazamos. Lloré. Lloró. No sé si volví a abrazar a alguien de esa manera, alguna otra vez.
Volvé, le pedí y fue la primera vez que tuve que pedirle algo.
Vuelvo, vuelvo. Siempre voy a estar con vos, me dijo.
Cuando subió la escalera, me miró y sonrió y el aeropuerto se iluminó o me gusta recordarlo así.
Esa fue la última vez que lo ví.
Llamó y escribió durante un año. Y los primeros meses del año siguiente. Y después, fue un silencio largo. Me enojé tanto con él que no volví a tomar mate.
En septiembre, alguien llamó para avisarme, para avisarnos.

Miguel no conoció a ninguno de mis novios. No me vio saltar de carrera en carrera.
No se enteró de la cantidad de veces que lo busqué en otros amigos y en amigos nuevos, de todos los intentos que hice por encontrarlo en otros cuerpos, en otras caras, en otras voces ni de las veces, en que todavía, cuando paso por donde vivíamos, tengo la esperanza de que salga de su casa y me diga “viste, tonta, qué te dije, era un rato nada más”.
A lo mejor por eso, en noches como esta, cuando lo veo en las fotos, pienso que va a entrar, después de todo este tiempo y me va a contar por donde estuvo, qué cosas vivió y cómo es el lugar donde está ahora.
Después, yo voy a decir la frase mágica.
Él va a pegar un salto de la silla y va a prender la hornalla y con el fuego de la hornalla va a encender dos cigarrillos: uno para mí y otro para él. Vamos a bailar nuestra música apenas un rato, antes de que el agua se hierva.
No va a hacer falta que le cuente nada porque cuando se me anude la garganta, como ahora, me va a abrazar y me va a decir que me quiere y que soy linda. Y yo, yo le voy a decir cuánto lo extraño.

martes, 3 de junio de 2008

Necesidades básicas

Un lugar más o menos así, donde limpiar la cabeza



para sacarme de encima cosas como estas:

Ann
: Garbage. All i've been thinking about all week is garbage. I mean, i just can't stop thinking about it.

Y música. Un poco de música.




Y que todo lo que no termina nunca, termine de una vez. Y que empiece algo en serio, de una puta vez por todas, carajo.

Jude: [singing] How lucky am I?