domingo, 11 de octubre de 2009

Encontrando

Revolviendo en la net, me reencontré con el primer diariosdaneses

También encontré, en un cuaderno, el principio de un cuento, quizás, o todo el cuento que se me ocurrió hace más o menos un año y medio atrás.

La educación sentimental de Elena

Se iban a encontrar en una esquina cualquiera de Buenos Aires, por primera vez. Se habían visto antes, en una fiesta.
Ella iba nerviosa al encuentro. Había tomado un taxi y antes de bajar, había respirado profundo unas cuantas veces, como para tomar coraje.
El estaba en la esquina, la esperaba. Cuando la vio cruzar, se le encendió la sonrisa. Cuando ella terminó de cruzar la calle, él la recibió con un abrazo raro: un abrazo dado con todo el cuerpo pero también con el corazón. Y así empezó todo. Dos desconocidos abrazados como si hiciese mucho tiempo que no se abrazaban.
Caminaron hasta el hotel. Naturalmente, se dieron la mano al caminar y así fueron, parando en un lugar u otro para darse un beso. No les hizo falta café, ni charla, ni ponerse de acuerdo. Todo se les dió tan naturalmente que parecía que se habían conocido desde siempre.
Por fin, dentro de la habitación del hotel, se sentaron un rato en el sillón, como para conversar. No pudieron. Fueron besos y más besos. Y esos besos también parecían conocidos, no había que acomodar la lengua ni hacer piruetas con la cabeza, eran besos que habían estado siempre, besos cómodos. Ella lo supo enseguida. Ella supo que lo que pasaba no era normal. Entonces, se sentó enfrentada sobre él y le dijo: "Qué tal, soy Elena, la tímida, como estás"y siguió besándolo . El se rió y ella descubrió su risa y le gustó hacerlo reir. Empezaron a desvestirse y lo hicieron cariñosamente, despacio y con amabilidad. Cuando fueron a la cama, el se encargó de hacerla sentir adorada. Elena no conocía esa sensación. Cada caricia, cada roce, la conmocionaba. Pensaba: "Esto lo hice muchas veces y nunca fue así" y se dejaba seguir acariciando.
De repente, él le preguntó: "¿estás lista para que te haga el amor con el corazón en la mano?" y a ella se le llenaron los ojos de lágrimas, porque ya no tenía recuerdo de cuándo había sido la última vez que se había acostado en una cama llena de sentimientos. Era tanta la sorpresa que la frase "hacer el amor" no le había sonado cursi. Le pareció que un hombre como él, no podía decir otra cosa.
Y en la cama, sucedió lo mismo que con los besos. Parecía que todo había pasado alguna otra vez, no había grandes directivas, los cuerpos se unían perfectamente, como las bocas. Y Elena pensaba: Esto es raro. Muy raro. Está buenísimo.
Cuando les tocó descansar, Elena hizo las preguntas de rigor: ¿pensabas que iba a ser así? ¿Creías que ibamos a tener tanta onda, tan pronto? Y él contestaba despacio, que sí, que no. Y sonreía. Y Elena pensaba que, a lo mejor, lo había hecho feliz. Por lo menos, un poco. Él parecía un tipo feliz, aquella noche.
Antes de irse, se bañaron separados.
Elena se quedó en la cama y lo miró bañarse. Le gustó verlo. Observó cómo se enjabonaba las piernas, los brazos, el pecho. Lo escuchó cantar bajo la ducha. Y después, con detenimiento, lo miró secarse y vestirse. Y le pareció el hombre más hermoso del mundo. Y el más adorable. Y supo, ahí nomás, cuando todavía no había pasado casi nada, que iba a enamorarse pero trató de minimizarlo. "Serán dos o tres veces más y chau"
Salieron del hotel, de la mano. Ella prefirió tomar un taxi que la llevara hasta su casa. Prefirió irse sola. Se sentía la chica más hermosa del mundo, por primera vez en su vida. Y se sintió adorada como nunca antes. Ella le preguntó "hablamos?" El le contestó: Por supuesto.
Después de ese primer encuentro, hubo muchos otros. Elena aprendió con ese hombre a querer con todo el cuerpo. Y con el corazón. Y con el alma.
Porque Elena, ante ese hombre, no tenía que ser nada más que ella.
Por eso, cada vez que él entraba a la ducha, después de haberle entregado el corazón y el cuerpo, Elena se lo quedaba mirando, y mirarlo le daba toda la paz del mundo.
Porque en algún momento en el que no pensaba, el corazón se le había incendiado. Y era amor. Un amor de los buenos, de los cálidos, de los suaves.
Un amor como el que Elena había buscado muchísimo tiempo, en otros cuerpos, en otras camas.
Al final, lo encontró. Ella, todavía hoy, le dice "mi hermoso", lo taladra a llamados teléfonicos y cuando se ven, a él se le enciende la sonrisa y a ella se le incendia el corazón.
Pero, algunas noches, cuando Elena está sola, se pregunta qué hubiese pasado con ella, si no hubiese ido a la esquina aquella, para encontrarse con él.
"Me hubiese perdido lo mejor que me pasó en la vida", se contesta.
Y se duerme pensando en la sonrisa que le incendia el corazón.

viernes, 2 de octubre de 2009

La gente y yo

Parece que hay gente que espera que yo me tire en la cama a llorar hasta morirme. Digo, parece que creen que es la forma adecuada de demostrar mi dolor, mi tristeza infinita.
En otro tiempo, por cuestiones mucho menores a la que me toca vivir hoy, lo hice. Dejé de dormir, dejé de comer, me la pasé en la cama. Ahora no me sale.
Me levanto, me visto, salgo a la calle, me muevo, veo a mi familia, veo a mis amigos, hago el esfuerzo de ir a una reunión. Intento hacerlo todo con la mejor cara que puedo poner. Y es un esfuerzo, que nadie me pide, claro, pero que hago un poco por mí y otro poco por los demás.
Detesto que me tengan lástima. Asi que, cuando estoy entre gente (entiendase por gente a un grupo de personas más o menos conocidas y que no todas me caen bien) de dibujarla un poco, de que pase desapercibido que estoy sufriendo -porque no se puede hacer otra cosa, en este momento- 24x7.
A lo mejor por eso, la gente cree que ya superé lo peor que me pasó en la vida. O que no me importa. O que ya no me acuerdo.
Pero no, yo me acuerdo de todo: de los médicos desviando la mirada, de la frase "no sé qué decirles" "está muy grave", la forma en que la sostuve en mis brazos cuando ya no había nada que hacer.
Recuerdo día a día, la ropa que lavé, las mamaderas que esterilicé, las fotos que saqué, las oraciones que recé. Recuerdo, desgraciadamente, para mi, hasta el detalle más chiquito e insignificante. Y lo recuerdo todo el día, todos los días.
Pero claro, el mundo sigue. La vida sigue. La gente sigue.
Hay gente que supone que a mí no me pasa nada. Que tendré otro hijo, que se me pasará. Que podré borrar a Paulina de mi vida, así como así.
Como nadie sabe lo que es pasar por esto, lo minimizan. Hay hasta quién se ofende por alguna pelotudez que se inventó solo.
Y entonces, está el amigo querido con el que cuesta un huevo hablar. El boludeo virtual para dejar de pensar que se vuelve un ring por alguna idiotez de celos. Los llamados que se prometen pero que no se hacen. Porque, total, se me ve bien. Camino, hablo, a veces hasta me río.
Lo que nadie sabe es que hace dos meses, me quiero morir todo el día, todos los días. Que intento ponerle onda más por los demás que por mí. Que esto es tener un tiro en el pecho. Y que al final, la que tiene que entender a los demás, soy yo.
Pero resulta que estoy un poco cansada y que no soy, como erradamente piensa todo el mundo, una mina fuerte. Al contrario, soy una mina golpeada. Demasiado, a lo mejor, pero que no hace alarde de eso.
Lo que digo es: yo me valgo por mi misma para casi todas las cosas, inclusive sufrir. No pido que me consuelen, ni que me acaricien la cabeza.
Lo único que pido es que no me hagan las cosas más difíciles. Me cuesta mucho estar alrededor de la gente, saltando como bambi para que se enteren que, por no estar tirada en la cama, estoy por ahí.
Y entonces pienso, siempre lo pienso, que el que no tenga ganas de estar cerca, se aleje. Estoy haciendo lo que puedo y me cuesta un triunfo hacerlo. Sería bueno que alguien lo valore.
Es esto. Estoy cansada y a punto de tirar la toalla. No es una amenaza. Es un aviso. El que lo sepa comprender, si le importa, que haga algo. Y si le resulta indiferente es el momento de rajar por la derecha.
Y para todos aquellos que todavía crean que hay alguna lucha por ganarme, ni se esfuercen. Ya ganaron. No tengo nada por lo que pelear.
Por eso, el que se quiera ir, la puerta está abierta. No esperen que sea yo la que los convenza de por qué se tienen que quedar cerca. Nunca hice esas cosas, se me comprenderá que no lo haga ahora.
Esto es lo único que puedo ofrecer ahora.
No me lo hagan más difícil.
Pero, por favor, por favor, cuando pase algún tiempo, no me pregunten a mí porque dejamos de hablarnos o de vernos o de conversar virtualmente. Por lo menos, haganme ese favor.

Gracias.