viernes, 2 de noviembre de 2007

Sed

Esteban espera, apoyado sobre el pilar de cemento que sostiene la reja, en la vereda, que aparezca Vicente por la esquina. Mientras lo espera, se piensa corriendo, corriendo tan rápido que se hace invisible. Se imagina que pasa corriendo por los frentes de las casas de los pocos vecinos de la cuadra que a esta hora –las diez de la noche de una primavera calurosa- salen a tomar la fresca y que de tan rápido que corre no lo distinguen cuando pasa; que no tienen tiempo a reconocerlo para decir “ahí va, ahí va el hijo de Vicente”.
En eso piensa Esteban, con el hombro apoyado en el pilar, una pierna cruzada sobre la otra, los brazos cruzados sobre el pecho, el cuerpo formando un ángulo agudo contra el piso, cuando lo ve a Vicente venir del club, tambaleando, caminando en zigzag, rebotando contra las paredes de las casas de la cuadra, moviendo la cabeza como si el cuello no tuviese la rigidez suficiente para sostenerla.
Esta vez, Esteban sabe que, además de haber chupado de más, Vicente perdió a los naipes. Es principio de mes y todos los meses son parecidos; Vicente vuelve a las cuatro de la fábrica, duerme una siesta corta y cinco y cuarto, después de mojarse el pelo, estirarlo hacia atrás y ponerse una camisa limpia y planchada, sale para el club.
Por suerte, la vieja, mientras Vicente duerme, le saca del bolsillo un par de billetes grandes. Está tranquila porque pegó una changa nueva: ponerle el círculo de cartón a las tapas de plástico de los frascos de café instantáneo; por tres mil tapas se asegura la cuota del colegio y unos cuantos paquetes de fideos, sin pensar en la plata que Vicente se toma, apuesta y pierde en el tute, cada noche.
Esteban clava la vista en la esquina cuando lo ve acercarse como si pudiera sostenerlo mientras piensa en no tener que salir corriendo a buscarlo y levantarlo del suelo, cargarlo en los hombros, como pasaba antes, cuando era la vieja la que lo esperaba en la vereda. Él lo va a levantar, sí; y si es necesario lo va a arrastrar hasta adentro de la casa pero después lo va a soltar en el pasillo y lo va a esquivar a las zancadas, muerto de vergüenza para decirle a la vieja: ahí está, ahí lo tenés.
Pero Vicente, a los tumbos, con el pelo alborotado y la camisa asomada por fuera del pantalón de un solo lado y arrastrando los pies, llega. Intenta tocarle el pelo y decirle “qué hacés, cabezón” cuando le pasa por al lado pero habla como si tuviera la lengua dormida y entra, mientras Esteban lo sigue, apurando el paso para meterse adentro y no volver a salir hasta después de la cena, cuando se junta con los pibes, en la esquina de la vuelta, a tomar una cerveza o dos o diez mientras la vieja le da a las tapas de plástico y Vicente duerme la mona.
Entonces, con la panza llena, Esteban escucha como los pibes hablan de motos y de minas y cada vez que le toca, le pega un beso a la botella, directamente del pico hasta que se empieza a reír de nada o siente que se mueve en cámara lenta. Esa es la hora de volver a casa. Él lo sabe, lo aprendió y no entiende, aunque lo piensa y lo piensa, cómo es posible que Vicente no sepa parar y si no sabe, cómo nunca nadie le explicó, como a él, que siempre hay que seguir las líneas rectas de las baldosas.
A Esteban nunca le falló seguir las líneas de las baldosas. Siempre lo llevaron derecho hasta la casa, a tantear la cerradura y caminar, con una mano tocando la pared hasta poder tirarse en la cama mientras todo empieza a girar y dormir hasta la mañana del otro día donde se cruza con Vicente que sale para la fábrica, que lo saluda tocándole el pelo, con una sonrisa de oreja a oreja y le dice “chau, cabezón” mientras él, corriéndose rápidamente, enfila para la cocina a poner la pava y grita “chau, pá”. Prepara el mate, le lleva dos a la vieja, que al ratito se va a levantar y se va para el colegio, muerto de sueño.
Es el último esfuerzo. El último año. Esteban no va a ir a parar a la fábrica. Esteban va a ir a la facultad y será ingeniero y su vieja nunca más tendrá que armar tapas de café instantáneo o muestrarios de alfombras o cualquiera de esas changas que le matan la espalda y las piernas. Y sobre todo, cuando se reciba y después se case y tenga hijos, no los hará esperarlo en la vereda, con el corazón en la boca y la vergüenza trepándoles a la cara por si llega a caerse delante de los cuatro o cinco vecinos que no tendrán oportunidad de decir “ahí están, ahí están los hijos de Esteban” como si dijeran “son estos, los hijos del chorro, del estafador”. Si al fin y al cabo, todo es como dice la vieja. Vicente es un buen hombre, no le hace mal a nadie. Lo pierde la botella y el juego pero algún vicio hay que tener después de deslomarse trabajando.
Así pasa el día, entre el colegio y la changa, hasta que llegan las diez y Esteban sale a pararse a la vereda, apoyando el peso de todo el cuerpo sobre el hombro que se acomoda contra el pilar de cemento que separa la casa que ladrillo por ladrillo levantó Vicente cuando Esteban nació, de la calle, repitiendo “que no se caiga, por favor, que no se caiga hasta que esté adentro de casa”
Vicente aparece por la esquina, como cada noche, con el cuerpo ladeado y la cabeza que no se queda quieta, el paso torpe, trastabillando una vez, dos veces, tres hasta caerse al piso frente a los pocos vecinos que no se mueven pero lo miran.
Esteban corre y corre tan rápido que se vuelve invisible. Levanta a Vicente, se lo cuelga de los hombros, lo abraza por la cintura y lo lleva, haciendo fuerza, sosteniéndole la mirada a los vecinos como diciéndoles “y vos qué mirás o te pensás que no sabemos que le pegás a tu mujer; que hacés entrar al sodero mientras tu marido trabaja, que tu hija se acostó con medio barrio” pero sólo habla con Vicente, suavecito y le dice “vamos, vamos a casa, pá”.

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