viernes, 2 de noviembre de 2007

La impostora

Me gusta viajar. Disfruto más del viaje que de llegar a destino. Los fines de semana son mi road movie.
Cada viernes, cuando Javier y yo volvemos de trabajar, cargamos unas pocas cosas en el auto y nos vamos. Nos detenemos en cada parador que encontramos en la ruta cuando nos alejamos casi doscientos kilómetros de Buenos Aires.
Vamos jugando. Jugamos a ser otros.
A veces, Javier es un visitador médico y yo, la chica del autostop o una pareja de recién casados en viaje de luna de miel. Alguna vez, fingimos ser un matrimonio en plan evangelizador por el interior de la provincia pero no nos resultó divertido.
Como sea, la última vez, el fin de semana pasado, el juego empezó en la primera estación de servicio.
Me bajé del auto unos metros antes de llegar y caminé sola por la banquina. Javier cargaba combustible, cuando me escabullí al baño. En el baño de damas, cambié mi pantalón de gimnasia, mi remera rosa y mis zapatillas por un pantalón bastante corto de jean, una musculosa blanca de hombre y un par de botas texanas. Ya sé. Suena increíble pero paso toda la semana pensando en quién me convertiré cuando nos hayamos alejado de la capital. Esta vez, yo sería el levante rutero de Javier, la puta linda de la ruta. Aunque no fuera ni tan puta, ni tan linda.


Javier y yo somos físicamente parecidos. Tenemos el mismo color de ojos, de piel, de pelo. El es un poco más alto que yo. A lo mejor, porque ya llevamos muchos años juntos, tenemos hasta los mismos gestos.
Nuestro juego nos permite hacernos pasar por hermanos cuando llegamos a un hotel de pueblo para hacer noche y escandalizar a conserjes y mucamas, cuando pedimos habitación con cama matrimonial.
Javier fue mi primer novio. El que conocí cuando tenía 16 años y siguió conmigo hasta ahora. Es el único hombre que conozco.
Yo soy su primera novia y hasta hace un año, la única mujer que había conocido. Hace un año nos dimos cuenta que parecíamos hermanos. En realidad, le pareció a él y me fue haciendo notar todas nuestras similitudes. Después pasó lo de Ana. Javier se enganchó con Ana pero Ana es alguien sin importancia porque así como Javier se enganchó con ella, cuando ella insistió en que nosotros nos separáramos, pasó a la historia.

Masqué chicle despacio y con la boca entreabierta. Me paseé entre las góndolas cargando paquetes de papas fritas y latas de gaseosa.
No sé si me hubiese atrevido a representar este papel si no hubiera sido dentro de un fin de semana largo, en primavera, con el parador lleno de gente.
Hice la fila para pagar. Javier tomaba café en una mesa cercana a la vidriera. Me miraba. Y yo a él.
Un dúo de adolescentes se acercó a decirme algo que no escuché. Sonreí. Después de pagar caminé con actitud gatuna hasta la mesa donde Javier estaba sentado. De haber podido fumar, lo hubiera hecho, sólo para echarle el humo en la cara como cualquiera de esas actrices que dan para el rol de reventadas. Hablamos. Me preguntó hacia dónde iba en voz lo suficientemente alta como para que las mesas vecinas lo oyeran. Una señora de la edad de mi madre me miró con desaprobación.
Subimos al auto.


Por qué con Ana y por qué ahora que planeamos tener hijos, le pregunté cuando supe todo. Por qué a mí, que soy toda tuya y de nadie más, grité.
Javier dijo que no sabía por qué. Que, a lo mejor, era porque estaba aburrido o porque nos conocíamos tanto que ya sabía todo de mí. Pero que me quería y que me quería tanto que era capaz de salir un domingo a la noche a comprar tampones medianos sin que le diera vergüenza porque sabía exactamente la fecha en que me tocaba menstruar. Me propuso una semana lejos de todo para reconciliarnos.
Comencé a pensar que Javier sólo conocía una parte de mí.
Un martes mientras hacíamos la compra en un supermercado de la costa, coincidimos en tomar la misma lata de puré de tomates. Forcejeé con él. Armé un escándalo como si no lo conociera; como si nunca lo hubiese visto en mi vida y aunque al principio se asustó un poco, rápidamente reaccionó siguiendo el juego.
Esa noche cogimos como perfectos desconocidos. Nosotros, los que sólo cogíamos sin decirnos una palabra, fuimos otros dos que eran capaces de hacer y decir todo lo que cuando somos nosotros, los de siempre, no volvimos a decir desde que comenzamos a vivir juntos.


Javier ofreció llevarme hasta el próximo parador. Acepté con la condición de una módica suma mientras me mojaba los labios con la punta de la lengua. No se resistió. Sacó la billetera y me mostró que tenía suficiente efectivo para todo el fin de semana.
Dentro del auto sonaba “I put a spell on you” en versión Creedence. Subí las piernas y las crucé sobre la guantera del auto.
Retomamos la ruta y nos detuvimos en el primer hotel que encontramos. Un hotel de camioneros y putas viejas.
No lo dejé besarme en la boca ni lo traté con suavidad. Mientras me movía sobre él, miré el reloj un par de veces. Cuando acabó, me separé de él y me puse a fumar mirándome en el espejo. Me vi otra. Me sentí otra.
A pesar de sus súplicas, no volví a ser yo hasta que llegamos a destino. Un lugar con río y bungalows donde Javier pescó y yo leí un libro.
Emprendimos el regreso el lunes de madrugada. Fuimos dos compañeros de trabajo que se fueron de viaje, con una excusa laboral, dejando a sus respectivas parejas en Buenos Aires. Javier manejaba callado y dijo que sentía culpa; yo no dije nada pero sentía fastidio.


Me bajé del auto en la puerta de casa. Fui la primera en bañarme. Javier abrió la puerta. Corrí a abrazarlo como si no lo hubiese visto en todo el fin de semana.
Dijo que me extrañó.
Respondí que sí pero pensé que sólo era toda suya cuando era yo.

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