lunes, 19 de noviembre de 2007

Por qué

Me aburre. No sé por qué no se lo digo y ya. Así: Me aburrís. Me aburre tu conversación, me molesta que me toques cuando hablas. Que me toques no te hace más divertido, sabés.
Eso debería decirle pero no se lo digo. Le digo el "mjm" de siempre cuando habla, lo miro sin verlo o lo veo sin mirar. Me aburrís, pienso, mientras me toca el antebrazo. Me aburrís hasta la furia.
Entonces viene el momento del cómo estoy y yo le digo que bien, que si no me ve, que si me ve mal y me responde que a las mujeres les gusta dar vuelta las cosas; a mí, especialmente. Que todos sus comentarios los transformo en un argumento asquerosamente ofensivo y qué no entiende por qué me tomé esa costumbre con él. Lo dice así. Con esa cantidad de palabras. En lugar de decirme que soy una forra, que no me lo banco, que no sé para qué le digo que sí, me da una clase sobre como soy.
Y yo pienso: la gran puta, por qué no sos el hombre de mi vida, eh. Por qué. Por qué si sos bueno y decente y trabajador. Por qué me aburrís tanto, por qué pienso que con el de la mesa de al lado me divertiría más o con el que pasa por la calle. Por qué.
Entonces dice "vamos" y paga, porque siempre paga él y yo siento que pagó y que algo hay que devolver por ese pago. Estiro un billete que sé que no va a tocar y que me va a obligar a caminar, de la mano, alrededor de diez cuadras.
Y las camino, mirando el suelo, diciendo: "todo bien", "sí", "no", "no sé" y "por qué". Y lo dejo que hable mientras pienso en que debería irme, dejarlo en la esquina, decirle. Decírselo. Decirle que me aburre, que no sé por qué, que está bien, que es lindo, que lo quiero pero que me aburre hasta ponerme frenética de aburrimiento.
Se le ocurre darme un beso. Siempre se le ocurre en el mismo lugar, una esquina con un "Ana te quiero" sobre el que termino apoyada todas las veces y que envidio.
Respondo al beso con los ojos abiertos y porque un beso es un beso y hasta me causa gracia la imagen patética de los dos en la esquina. Me pregunto por qué me hago esto. Por qué se lo hago a él. Sé por qué no es. Lo sé. Me embola su presencia aburriéndolo todo, hasta lo divertido, hasta mi parte más divertida. Qué te falta, por Dios. Qué es lo que te falta. Qué es lo que me falta a mí.

Seguimos caminando y otra vez, me pregunta si estoy bien. Creo que nunca me preguntaron tantas veces cómo estaba. "Muy bien y vos", respondo e intento reírme pero siento que me va a salir un "me tenés podrida, seca, no te aguanto, me aburrís tanto que preferiría poner la cabeza en la avenida y esperar a que venga el colectivo" pero lo refreno. Lo dejo atorado en la garganta. Respiro hondo. Qué necesidad hay de herirlo. Si es bueno, pobre. Pobre.
Sigue lo de siempre. Abre la puerta, entramos, llama al ascensor, me deja subir a mí, primero. En el ascensor se pone contra mí, me acaricia, me vuelve a besar. Yo dejo que haga. Cierro los ojos. Pienso en que alguien me pone una venda. El ascensor para.
Bajo primero. El abre la puerta de su departamento. Me pregunta si quiero algo.
Irme, pienso, eso quiero. Irme a la mierda ahora, porque esto no da para más. ¿No te das cuenta? pero digo "Coca" y recorro su título colgando de la pared, los discos de jazz, los libros ordenados por autor, las carpetas y la computadora, el piso reluciente. Huelo y no hay olor. No hay olor a pucho, a pata, a comida. El departamento no huele, como si estuviera muerto.
Me reprocho. Me reprocho por buscarle la quinta pata al gato, por buscar olores en ese departamento. Me reprocho toda mi vida, mi falta de sentido común. Pienso en lo que diría mi mamá si lo viera, en la cara de satisfacción de mi papá: yerno universitario, qué menos para mí. Y yo no encajo. No encajo por más que quiera.
Me abraza después de apoyar el vaso sobre la mesa. Vamos al sillón. Tomo un trago de Coca. Apoyo el vaso en el vidrio de la mesa ratona. El lo corre. Lo apoya sobre un papel.
Voy a prender la tele. Me va a sacar el control remoto y va a apagar el televisor y va a poner música, después de preguntarme qué quiero escuchar. Pasa todo así. Así, como pienso que va a suceder. Vamos a coger una vez en el sillón. Y sí, el primero es en el sillón pero a mí no se me mueve un músculo. Hago dos o tres pavadas -un grito, un jadeo, dos palabras entrecortadas- y él se convence. Me cree. Me quiere creer.


Tiemblo. Me acaricia. Sonríe. No lo quiero mirar. Cierro los ojos. Me tapa y me pide que no tome frio. "No tomes frío" me dice. Siento que me late el cuello, tengo los puños cerrados.
"Callate", digo. Y lo digo mal. Le digo callate y suena a la puta que te parió.
Me dice "bueno". Me dice "bueno" y yo digo "me voy" pero no me muevo de mi lugar y no sé si no me muevo para que diga algo más que me de razones para ponerme a gritar.
Y él dice que no. Que me quede. Que dónde voy. Que la hora, que la calle, que la inseguridad, que me lleva, en un rato y yo sé que ese rato es eterno y que se transforma en mañana y digo "ahora" y él dice, después, que no empiece con la perorata de todas las veces desde hace dos meses.
Me doy cuenta. Sabe que me aburre. Me doy cuenta. No le importa. Y eso me hace sentir mejor. Menos imperfecta, menos transpirada, menos animal. Y menos turra.
Elige otro disco y se pasea desnudo por el departamento. Lo espío mientras camina, tapada hasta la nariz, yendo y viniendo. Empieza a leer en voz alta. Por qué, me pregunto. Por qué tenés que leer en voz alta. Por que no te tirás un pedo o te rascás las bolas o hacés algo como lo que hacen los demás. Por qué siempre sos un profesor universitario aún cuando estás desnudo. Camina leyendo. Se sienta sobre el borde del sillón. Marca con un dedo, el párrafo que quiere que lea. Abro los ojos. Interpongo mi mano entre el libro, el dedo y sus ojos. Dejo caer el libro al piso. Me destapa.
Me paro. Lo llevo, lo arrastro, lo muevo hasta el dormitorio. Me niego a ir abajo, otra vez. Lo empujo, me lo saco de encima hasta que me siento sobre él y ahí, me entrego.
Cierro los ojos. Le pongo la cara de otro, las manos de otro, de uno que me gustó de verlo, de alguien que ví en el subte, de cualquiera. Me avisa. "Estoy llegando" dice y yo siento ganas de darle un sopapo. No tenés sangre, pienso. Eso te falta. Sangre.
"Esperá" le digo. Y espera y habla y habla y habla. No lo escucho. Me digo cosas. Me las digo yo a mí. Me las digo con la voz de un compañero de trabajo, del cantante de una banda, del último escritor que escuché, de un locutor de la radio. Me digo cosas. Cosas llenas de sangre, de olor, manchadas, sucias, desordenadas, que gritan.
Lo muerdo. Se asusta, se queja. Acabo. Me bajo de él. Miro el techo, un rato corto, antes de vestirme.
"Quedáte", dice mientras va y viene a buscar el libro.
"No. Pido un taxi" respondo.
"Dale, quedáte" me dice, mientras abre el libro y se pone a leer. Estoy casi vestida.
Le saco el libro, otra vez. Lo tiro sobre el colchón. Lo miro a los ojos. No digo nada. Sólo lo miro.
"Ya sé" me dice. "Ya sé. Lo que no sé es por qué."
Pienso que es la última vez que lo veo. Siempre pienso lo mismo pero esta vez, es la última.

1 comentario:

Anónimo dijo...
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