viernes, 2 de noviembre de 2007

Manchas

El coraje, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica.
Volvedor – Abelardo Castillo







Cuando estoy incómoda o nerviosa, me broto. Toda la piel del cuerpo se me cubre de manchones rojos como si hubiese estado el día entero rascándome. No importa dónde sea, si aparecen los nervios o pasa algo de lo que me gustaría escapar corriendo, las manchas comienzan a aparecer. No importa si estoy sola o en una manifestación. Me siento afiebrada y allí aparecen, delatándome, todas las manchas.
No es algo que me haya pasado siempre. Comenzó en una fiesta a la que asistí de casualidad, en un período de soltería que mis amigos habían considerado demasiado largo. Insistieron tanto con que fuera a aquella fiesta que sólo por quitármelos de encima, porque dejaran de mirarme compasivamente porque Pablo me había dejado por otra hacía más de cinco años y yo no me había vuelto a comprometer con nadie.
Entré a la fiesta como entro a todos lados, mirando el suelo y tratando de no tropezar con nada ni nadie. Alguien me acercó un vaso de vino. Me paré en un costado y miré para ver si encontraba alguna cara conocida pero no vi a nadie. Seguí parada en mi lugar.
Después de un rato, una mujer un poco más grande que yo, se me acercó y me preguntó si era la famosa Carolina.
Sonreí con amabilidad. Respondí que sólo era Carolina y que para la fama todavía me faltaba.
La mujer se presentó como Emilia y dijo saber mucho de mí. Seguí sonriendo pero esta vez sin comprender cómo esta mujer de pelo enrulado y ojos saltones podía saber algo de mí si nunca nos habíamos visto. No hice preguntas; sólo tomé un sorbo largo de vino y volví a mirar a la gente que caminaba girando en torno del lugar como si estuviera alrededor de la Kaaba, en la Gran Mezquita de La Meca.
Emilia me preguntó si no me resultaba sorprendente que entre tanta gente desconocida, nos encontráramos. Respondí que sólo éramos dos extrañas más entre una cincuentena de extraños pero ella insistió en que me conocía bien. La miré firmemente y decidí cambiar de lugar después de decirle que me confundía con otra persona y que yo también iba a dar una vuelta por el lugar.
No permitió que me moviera. La situación me resultó un poco chocante y aunque no soy de perder las buenas maneras mientras sentía que de a poco iban apareciendo las manchas, le pregunté que pretendía de mí.
Queres salir corriendo, aseguró y yo no contesté; sólo repetí mi pregunta anterior.
Soy la mujer de Pablo, dijo y yo sentí que me faltaba el aire.


No soy la clase de mujer que sabe separarse en buenos términos de sus parejas. No creo en eso de quedar amigos, mucho menos cuando a una la han reemplazado con otra. No disfruto viendo a las parejas actuales de mis ex parejas, teniendo en cuenta que sólo tuve tres parejas importantes, que la última fue Pablo y que desde el mismo día en que nos separamos, no volví a verlo. Me exigí desaparecer, volverme un fantasma, dejar de frecuentar lugares de posibles encuentros casuales mientras ensayaba todos los días, las cosas que le diría cuando lo viera mientras aumentaba mi rencor hacia él.
Hace mucho tiempo que quería hablar con vos, me dijo Emilia, quedándose con la botella de vino que uno de los caminantes giratorios traía en la mano.
Respondí que no sabía de qué podía querer hablarme. Hacía años que no veía a Pablo ni tenía contacto con él y que prefería no volver a tenerlo ni saber nada acerca de su vida.
Emilia largó una carcajada. Tarde, querida, me dijo. En un rato va a estar por acá.
Decidí irme, sin darle explicaciones. La esquivé y empecé a caminar ligero hacia la salida, chocando con alguna gente que venía en dirección contraria pero no fue una buena idea.
Si te tengo que seguir hasta tu casa, te voy a seguir, me advirtió Emilia. Quiero hablar con vos. Quiero saber por qué Pablo me repite, cada vez que puede, que nunca me va a querer como te quiso a vos.


Me quedé callada. Tuve ganas de decirle que entonces tendría suerte y seguirían muchos años juntos pero no dije nada. Yo nunca sentí que Pablo me quisiera. Sentí cosas distintas a medida que pasaba el tiempo: necesidad, dependencia, indiferencia, hartazgo, desprecio pero nunca amor.
Caminé todavía un poco más rápido hasta la esquina justo cuando Pablo doblaba. No lo reconocí, en principio. Supe que era él cuando dijo “Hola, Carol”.
Para esa altura de la noche ya no tenía manchas. Toda yo era una sola mancha sanguinolenta que intentaba separarse de Pablo y de Emilia que me encerraban como al fiambre de un sándwich.
Es bueno que estemos los tres, dijo Emilia. Pablo arqueó las cejas. Yo miré hacia uno y otra. Tenías razón, le dijo a Pablo, mirándolo y atravesándome con sus ojos, es mucho más joven que yo.
Pablo resopló por la nariz. Todas son más jóvenes que vos, respondió y yo recordé las veces en que le había preguntado por alguna chica nueva del trabajo o de la facultad. Recordé mis palabras una por una. Yo preguntaba si la chica era linda; el respondía que todas eran más lindas que yo. En algún punto, algo dentro mío me llamaba a defender a Emilia pero no lo hice. Me lo prohibí.
Pablo siempre habla bien de vos, me dijo Emilia. Dice que fuiste la única que lo quiso bien.
Miré a Pablo. Lo ví avejentado, encorvado, demasiado canoso.
Eso decís, le pregunté, eso decís ahora.
Eso dije siempre, me contestó y se acomodó los anteojos.
Delante de quién lo decías, dije. A mí nunca me lo dijiste.
Emilia volvió a largar una carcajada. No esperaba presenciar un pase de facturas, dijo y a mi me dieron ganas de saltarle encima. Reprimí el deseo de tener su cuello entre mis manos, como alguna vez Pablo supo tener el mío y apretar y apretar hasta que no le quedara aire pero yo era conciente que no era como ellos. Yo no tenía nada que averiguar ni que decir.


No pensé que esto podía pasar, dijo Pablo en forma de disculpa mientras yo intentaba hacerle seña a un taxi para volver a mi casa y esta vez, no salir. No volver a salir por una semana, un año o lo que me quedara de vida.
Estoy un poco arrepentido de cómo terminó todo, me dijo delante de Emilia. Vos no te merecías ese final y aunque suene un poco pedante, creo que te hice un bien dejándote por esta.
Por ésta, pensé y esperé que Emilia reaccionara. No reaccionó. Sólo me dijo “¿Ves? ¿Con vos también era así?
Abrí la boca solo para volver a preguntarle qué quería de mí.
No son celos, te lo juro, respondió Emilia y esta vez, fue Pablo el que se rió. Es otra cosa. Es algo mucho más sencillo. Quiero saber cómo hacías para quererlo bien.
En un minuto pensé cinco o seis respuestas, ácidas, rápidas y arteras pero había algo en la voz de Emilia, en la presencia de Pablo que me inhibía de tal manera que no me dejaba hablar.


Sí, son celos, dijo Pablo. Que te lo diga claramente: tiene celos de mi pasado. De que vos hayas pertenecido a mi pasado, que mi vieja la llame por tu nombre a pesar del tiempo que pasó. Quiere saber si se te parece, si existe la posibilidad de que me olvide de vos, de que haga de cuenta que nunca exististe.
Como hiciste siempre, dije
Si estuviera en mis manos, siguió Pablo, haría lo que fuera por volver con vos. No sabía lo que hacía, no sabía dónde me metía.
Lo miré. Lo odié un poco más por utilizarme para desmerecer a Emilia. Y lo odié aún más por pensar en la posibilidad de que yo volviera aceptarlo en mi casa, en mi vida.
Sentí que algo tenía que decir esta vez. Esta vez tenía que decir todo lo que me dije a mí misma, una y mil veces; liberar el veneno con el que me había quedado y la compasión que ahora me despertaba Emilia. Lo que yo dijese en ese momento, tenía que ser efectivo e hiriente. Tenía que irme de esa esquina ni bien terminara de hablar.
Le di la espalda a Pablo y giré hacia Emilia. Pensé que lo que dijese tenía que ser la jugada maestra que calmara a esa mujer que parecía desesperada, a ese hombre que yo ya no conocía y a mí de seguir pasando por esa situación espantosa.
Saqué coraje de dónde no tenía o encontré el coraje que durante años había estado juntando, por si en una vuelta del destino, me reencontraba con Pablo. Inspiré. Largué el aire.
Querelo mucho. Querelo con toda tu alma. Seguilo, dije -y lo dije mirando a Pablo-, seguilo todo el tiempo, no lo dejes solo ni un segundo. Convertite en su sombra. De corazón, te lo recomiendo. No le creas que no te quiere o que a mí me quiso más. Miente. A mi no me quiso tanto y yo, yo nunca lo quise.


Quizás porque no esperaban que yo hablara tanto o porque finalmente logré decir lo que quería o porque empecé a caminar y conseguí subirme a un taxi libre, los dejé mudos, mirándose uno al otro en la bendita esquina.
Me sentí liviana.

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