viernes, 30 de noviembre de 2007

Caro Michele/2

No me mejoré de la fobia social, no. Cada día, estoy un poco peor. Cada día estoy más afilada. Mi margen de error es cada vez más chico. Igual, voy, cuando me invitan, aunque prefiero que no me inviten porque yo no sé cómo comportarme con mucha gente, menos si son desconocidos. Y me agarra esa cosa, en la boca de estomago, como cuando subíamos a la montaña rusa y no sé bien que decir pero igual digo algo y cuando lo estoy diciendo, me arrepiento. Por eso, cada día hablo menos, cada día hablo menos, cada día hablo menos, menos mal.
La cosa es que había una fiesta y el de las alas insistía en que teníamos que ir, que nos íbamos a divertir y saltaba alrededor mío como bambi, como siempre. Hace años que sabe que me saca de quicio que me salte alrededor como bambi pero no deja de hacerlo y por sacarmelo de encima, le digo que voy pero que al primero que me caiga mal, me retiro con estilo.
Aparato, me dijo el de las alas y se cambió de ropa y todo eso que siempre hace para salir. Ese día, yo no quería nada. Asi que me fui en zapatillas, vestida de adolescente y con cara de should i stay or should i go.
Llegamos a la fiesta y la escala cromática de los vestuarios me dio arcadas. No había una sola chica vestida de otro color que no fuera rosa. Te imaginás. Y mucha camisa polo, mucho pulover de hilo. Casi me da un atacazo de pánico. All the people. So many people.
El de las alas revoloteaba por acá y por allá y yo me comía un embole patrio en el rincón del que me adueñé ni bien lo ví vacío. Me cruce de brazos, que sé yo. Miré la hora. Esperé para ver como se movía la aguja larga y estuve tentada de ponerme los auriculares pero justo cuando metí la mano en el bolsillo del canguro, el de las alas me grita: Ni se te ocurra.
Cómo no se me iba a ocurrir. No sabés la música. Casi me da un coma diabético. En Buenos Aires, una nueva hora comienza. Horror, he visto el horror, te lo juro.
Duré cuarenta minutos, después de sonarme tres veces los dedos. Dije que iba a dar una vuelta. No volví más. Parece que al de las alas le fue bien. Volvió contento, borracho y cagado de risa. Yo ya me había acostado. Pictures of you.
A veces, extraño la época en que no le tenía miedo a nadie. Ahora, más o menos, todos me asustan un poco. Y ni te cuento si llega a resucitar alguno del pasado. Me gustaría esconderme, no sé. Hacerme invisible. Hacerme la muerta como dice R, siempre, ante cualquier evento peligroso. I'm not scared. I'm outta here.
Hoy me dieron ganas de caminar. Caminé desde Scalabrini hasta Paseo Colón. En una esquina, un tipo me preguntó la hora pero yo iba con los auriculares y no lo escuché, asi que me tocó el brazo y yo pegué un salto. Mal. Mal ahí. No se reacciona así frente al contacto de otro de la misma especie, dijo JJ, cuando le conté.
Tengo eso, como dice la que todo lo puede: arisca, arisca, qué arisca que sos, yo no sé a quién saliste porque ni yo ni tu padre fuimos nunca así. Y yo qué sé a quién salí. Como si fuera tan fácil en esta familia saber a quién se parece uno, cuando todos se mueren antes de cumplir cuarenta. No te dan tiempo ni a conocerlos y la que todo lo puede quiere que sepa a quién salí. Mirá con el dilema que me viene, cuando por genética, no me quedan tantos años por vivir.
Hace unos días encontré las fotos de Coso. Shine on you crazy diamond, temprano el durazno del árbol, cayó. Me acordé de lo que caminé para conseguir Artaud, con lo mal que me cae Luis. What is wrong with me?
Hoy escuché Elastica, un rato. Los noventa fueron sólo cinco putos años. Todavía tengo tu campera adidas naranja. Me la llevé a UK. Y tu campera y yo nos hubiésemos quedado ahí, si nos hubiesen dejado. Parklife. And then Im happy for the rest of the day.
Fue un día más o menos. La que todo lo puede tiene un perro. Cuando te vas de su casa, el perro se para en la puerta y te mira con unos ojos que parece que va a ponerse a llorar. Se te estruja adentro cuando cerrás la puerta. Es cierto que los perros se parecen a sus dueños. Cuando está contento, ponele cuando llegás, no te lo podés sacar de encima. Y sí, son calcados. Rain dogs.
El resto te lo cuento otro día. This is hardcore y tengo que estar borracha o dormida para poder escribirlo. I know you, little libertine. I'm the last splash.
Mañana es un día agitado. Llevo un cuento a un concurso, soy niñera diurna.
La seguimos, lo prometo. I'm the end of the line; the end of the family line.

jueves, 29 de noviembre de 2007

Caro Michele/1

Escribo todo el tiempo, a toda hora. Duermo mal, a cualquier hora, durante el día y me despierto pensando que tengo que escribir y escribo allá y busco algo para más allá y lo copio y escribo acá porque sé que acá nadie lee y eso está bueno porque acá puedo escribir como el culo, si se me da la gana o escribir más o menos bien, si me pongo las pilas.
Escribo frenéticamente, en todos lados desde que llegó la computadora itinerante y a veces, mientras estoy escribiendo pienso que debería escribirle algo cruel a alguien y después, reflexiono un poco y me reto mucho: yo no soy así. Yo no soy cruel, ves. Soy mala pero una mala trucha, una mala compasiva, dónde se vio. Mala de utilería.
No paro de escribir. Escribo cualquier cosa menos lo que tengo que escribir: otra vez, la novela sin terminar, una carta de renuncia, un cuento para un concurso que ya sé que no voy a ganar, un mail a un tipo por laburo. Pero escribo cualquier cosa menos todo eso, porque la novela no se me ocurre todavía, no sé si puedo renunciar -alguien debe pagar el alquiler en esta casa, carajo-, los concursos están todos arreglados y yo no soy la amiga/novia/amante de no sé quién, el mail al tipo es una especie de ruego. No me gusta rogar. Tampoco me gusta hacerme rogar. Me rompe soberanamente las pelotas hacerme rogar y todo el mundo me aconseja que lo haga. Claro, cómo si fuera tan fácil.
Hace dos días que escucho las mismas cinco canciones de Radiohead. Creo que voy a terminar intoxicada. NN dijo hoy que Radiohead es para chicos con resfrío en el alma o algo por el estilo. A veces, NN me hace reír. Por suerte, nos hicimos un juramento. Y somos uno más cabeza dura que el otro, asi que cumpliremos. No hay que empezar el 2008 haciendo cagadas.
Fumo mucho, estoy pasando el atado. Me acostumbré a fumar mientras escribo y escribo todo el tiempo, fijate entonces lo que fumo.
Tengo que invitar gente a casa. No quiero invitar a nadie. Estoy más ortiba -todavía más- con mi casa, con mis cosas, con mi vida. Elijo yo. A veces, elijo mal pero elijo yo. Elijo siempre.
H. dice que me gusta hacerme la víctima. También me lo dijo uno que me conoce hace poco y que es escritor, ponele. Ese, encima, se inventó una mujer que no soy, pero no importa. Digo que H. dice que me gusta hacerme la víctima, que pienso las cosas al revés, que veo mal el asunto. Que el problema es que hay gente que quiere hacer lo que hago, como lo hago, con los que lo hago, como si fuera yo alguien tan interesante para copiar. Dejate de joder. Ni que fuera la gran cosa. El problema es otro y no es que soy el modelo a seguir. Qué pelotudez. A veces, H. parece una tarotista. La anteúltima vez que la ví me dijo no sé qué y me dio risa. Me reí y no era para reírme.
Tendría que dormir. Tendría que comer. Tendría que vivir como alguien un poco más normal, por lo menos cada tanto.
La dueña de mi departamento me hace guardias. Quiere venir a ver un mueble que se quemó cuando soldaron un caño. Ya lo vio pero lo quiere ver de vuelta. No quiero que lo vea. Quiero que venga el tipo, arregle lo que desarregló y me dejen en paz. Para qué me reviento el cuarenta por ciento del sueldo en un alquiler si no me van a dejar en paz, eh. Para qué.
Tendría que sentar cabeza, como dijo la que todo lo puede, anoche. Tendrías que sentar cabeza. Esto de los libritos no va ni para atrás ni para adelante por más buena que seas y tan buena no serás. Y yo miré a la que todo lo puede y pensé te quiero mucho pero a veces, me gustaría ser Norman Bates.
Mr Boring llamó anoche y dejó un mensaje cuando estaba con la que todo lo puede. Un mensaje aburridísimo que se comió casi todo el tiempo de grabación del contestador. Parece que hablo en chino para Mr Boring. El habla japonés. Japonés y chino suenan parecidos pero no son lo mismo. No le voy a devolver el llamado.
Smells like a teen spirit. Me quedé clavada en esa época, no puedo salir. Y no sé, mirá, no sé si no sería mejor aceptarlo y actuar igual que antes, cuando no medía los riesgos. Emborracharme, quemar un poco más seguido, que me chupe un huevo, si total, cuál es la diferencia?
No estoy esperando a nadie like a stone. O mejor, no quiero esperar. No quiero esperar al año que viene, a dentro de unos meses, de unas semanas, de unos días. Right here, right now.
Me volví a cruzar con el tipo que conozco y no me conoce. No me impresionó esta vez. Nos está matando la rutina, mi amor.
Y resultó que uno que no conocía, lo conozco de hace unos años. No me acuerdo ni cómo me cayó. Recuerdo el momento incómodo de conocerlo. Le caí antipática, seguro, como siempre a todo el mundo, vos viste como soy. Ortiba, como siempre decís vos. Él no me cayó mucho mejor, no vayas a creer.
El mundo es pañuelo lleno de mocos. Y todos los mocos son míos.
Mierda. Son las ocho y cuarto de la mañana.
L. dice que hay que darle a lo que se ponga. Como venga. Impossible is nothing. Just do it. Arremeter. No a la violencia, le digo. Si esta cárcel sigue así, me contesta y se va guiñándome el ojo. Creetela, piba, qué esperás. No espero, che. Sigo. Eso digo. Eso digo siempre. Lo que queda en el camino, queda. Qué se le va a hacer.
Tomo café. Litros y litros. Se nota, no?
Empezaron a llegar las invitaciones a las fiestas de fin de año. Las primeras fueron las laborales. Dioses. Las odio. No los aguanto dentro del trabajo, los voy a soportar fuera, por favor. Qué les pasa.
Necesito ruido, transpiración, qué se yo. Necesito un poco de bardo. Bardito, dice JJ cuando me encuentra. Siempre fuiste un bardito. Bardito, yo. No te hagás. Bardito. Bardera. Pendeja bardera. Já.
Ando en época de balance. Siempre un mes antes que todo el mundo. Hice algunas buenas acciones este año, no creas que no. Le devolví la confianza a uno, le alegré la noche a otro. Touch & go. Debería ponerles número. Siempre les digo uno. Hasta que Mr Boring apareció de nuevo y otra vez, lo aburrió todo con su tonito monocorde y yo me puse en mode on monja de clausura. Siempre lo mismo, pero qué querés. I've got potential.
Ando contenta, ponele. Más contenta que antes. Creo que este mes no lloré ni cuando me indispuse. Bien ahí. I´ve got soul, but I'm not a soldier.
El tío dice que parezco un pibito, no te rías. La tía dice que siempre fui TAN independiente. Lo dice con el tonito ese que usa para que la que todo lo puede se avergüence. I´m some kind of freak. Vos sabés.
Esta vez dejé de garpe a IF para siempre. Es la tercera vez que lo hago. La cuarta viene vendetta napolitana. Mandó un mail suplicando que no desaparezca. Doce mil km. No way, Joseph.
Leo cuatro libros al mismo tiempo. Ni yo sé cómo lo hago pero lo estoy haciendo.
Así están las cosas. And I´m free, free falling. And I feel fine.
My actions make me beautiful and dignify the flesh.
It's the end of the world as we know it and I feel fine.
Y esto es todo por ahora. Escuchá linda música, mirá mucho cine, lee más, pensá bonito. Decile a Padre que estos días no hago más que pensar cómo sería todo si estuviera por acá. Y que lo extraño. A vos, también, Migue.
Te escribo pronto.

No volví (I)

No volví.
Me fui a la playa unos días a llenarme la cabeza de arena y de viento y de lluvia y de mar.
Dormí estirada en el micro sin que ninguna rodilla me golpeara para pedirme espacio o cariño o atención durante el viaje.
Me llevé toda la música triste que conozco y me paseé frente al mar, pidiéndole cosas.
Me dejé el pelo enrulado, tomé sol y cerveza. Hacía años que no lo hacía.
Le sonreí a algunos desconocidos.
Me quejé de todo lo que pude sin que me importara resultar molesta.
Compré un libro. Pensé.
Repasé todas las malas elecciones del año. 2007, un año para recordar: Top 1 en el ránking de pésimas elecciones.
Levanté un par de caracoles. Dejé varios. Traje algunos.
Me prometí algunas cosas que intentaré cumplir: arriesgar más; buscar más; mirar más; esperar menos; soportar menos.
Los días se pasaron demasiado rápido.
Me gusté frente al mar, recordé cómo me gustaba ser o más o menos; recordé cómo quería ser y me dí cuenta de que no me había quedado tan lejos de lo que quería de mí.
Abusé de mi estilo adolescente.
Miré con descaro a algunos hombres por la calle.
Bailé.
Fui amable y, en algún momento, hasta fui simpática, con lo mal que me sale.
Canté.
Me dejé acariciar por los que me quieren.
Los hice reír con algunas pequeñas maldades y por un rato, la vida parecía eso que siempre quiero que sea: una vacación permanente; un rato placentero; un momento de feliz tranquilidad.
No lo extrañé.
No lo extraño.
Creo que no lo voy a extrañar.
Y sospecho que en cualquier momento, salvo una aparición repentina de su parte y un momento de debilidad de la mía -vamos, todos somos débiles; el que diga que no, miente-, pasa a la lista de adoquines abandonados en la banquina de la ruta.
Subí al micro demasiado rápido.
Volví a viajar estirada, leyendo revistas.
Le sonreí a una chica que lloraba.
Dormí.
Me desperté en Retiro.
La chica que lloraba bajó detrás mío. Se acercó a hablarme.
La miré. "Sos muy linda" me dijo y me puse colorada. Agradecí.
Llegué a mi casa.
No lo extrañé.
No lo extraño.
No lo voy a extrañar.
Por momentos, me siento muy linda. Después se me pasa.
Todo se va acomodando. Despacio, de a poco.
Lo que pensé que había desaparecido, todavía está ahí. Estoy un poco perdida pero ya me perdí otras veces y me encontré.
Nadie se llevó nada, afortunadamente.
Mi cáscara, todavía, resiste.
Pegue que no duele y si duele, no se va a enterar.
Esta vez es cierto: no voy a volver.



miércoles, 28 de noviembre de 2007

Estado

Hoy me siento así. Me sentí así todo el día. Me voy a seguir sintiendo así hasta que me duerma y a lo mejor, sólo a lo mejor, mañana se me pasa.



No sé cómo seguir. No sé por dónde. No sé para qué.
Odio las despedidas. Dos en un día, es demasiado hasta para mí que parezco de madera.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Anónima

No se me podía escapar la oportunidad. Lo ví. Sé quién es. El no sabe quién soy. Conoce algunos datos, pocos. No importa, no me conoce. Digo: lo ví. Lo reconocí en un lugar del que no daré mayores detalles. Lo miré de arriba a abajo. Lo esperaba más alto, más joven, más flaco, más lindo, también si se quiere. Mucho anteojo.
Me miró, como miran los tipos cuando no tienen mucho que hacer. Las tetas. Eso, nada. Me miró las tetas cuando le pasé cerca. Me dio risa.
Si supieras, pensé cuando todavía le revoloteaba impunemente alrededor. Me tenté. Me puse los auriculares. Y la canción desentonaba entre mi selección, pero qué bien le vino a ese momento, en dónde yo lo miraba y sabía quién era y él, no. Me dieron ganas de presentarme. Para qué negarlo. Pero mejor no. Uno nunca sabe para que lado gira la rueda. Mejor así como está.
Jé. Todavía me da risa. Pequeñas satisfacciones.


En mi próxima vida, voy a ser estrella de rock. De verdad.


martes, 20 de noviembre de 2007

A veces

A veces no entiendo. Por más atención que preste, no entiendo. Te lo digo a vos. A vos, B. A vos que no lees esto. A vos que te pone frenético que no te entienda y que ahora estás enojado y mudo.
Y cómo estás enojado y mudo y no lees esto y esto es una especie de diario que lee cualquiera, yo puedo decir: no quiero que estés enojado. Me preocupa cuando te enojas. No quiero que estés mudo porque a veces no entiendo. No te entiendo a vos y no entiendo muchas cosas. Y me pregunto si seré yo, si será que estoy cansada o aturdida o qué será. O si es que hay alguna parte de todo y de lo que decís que no descifro y que a lo mejor, a veces -sólo a veces- necesito que me ayudes a entender. Nada más que eso. Que, a veces, yo necesito un poco de ayuda, también. Como cualquiera.
Y que prefiero que discutamos hasta el hartazgo antes que el silencio. Eso. Porque vos sabés. Vos sabés cómo pienso. Y sabés que apuesto y te apuesto. Y sabés por qué te apuesto. No te quedes mudo. Por favor. Porque, a veces, soy así. Y ya deberías saberlo. Y lo escribo acá, para ver si de una buena vez, nos entendemos. Aunque no lo leas ahora. Ya lo leerás.


Eso. Nada más.


lunes, 19 de noviembre de 2007

Por qué

Me aburre. No sé por qué no se lo digo y ya. Así: Me aburrís. Me aburre tu conversación, me molesta que me toques cuando hablas. Que me toques no te hace más divertido, sabés.
Eso debería decirle pero no se lo digo. Le digo el "mjm" de siempre cuando habla, lo miro sin verlo o lo veo sin mirar. Me aburrís, pienso, mientras me toca el antebrazo. Me aburrís hasta la furia.
Entonces viene el momento del cómo estoy y yo le digo que bien, que si no me ve, que si me ve mal y me responde que a las mujeres les gusta dar vuelta las cosas; a mí, especialmente. Que todos sus comentarios los transformo en un argumento asquerosamente ofensivo y qué no entiende por qué me tomé esa costumbre con él. Lo dice así. Con esa cantidad de palabras. En lugar de decirme que soy una forra, que no me lo banco, que no sé para qué le digo que sí, me da una clase sobre como soy.
Y yo pienso: la gran puta, por qué no sos el hombre de mi vida, eh. Por qué. Por qué si sos bueno y decente y trabajador. Por qué me aburrís tanto, por qué pienso que con el de la mesa de al lado me divertiría más o con el que pasa por la calle. Por qué.
Entonces dice "vamos" y paga, porque siempre paga él y yo siento que pagó y que algo hay que devolver por ese pago. Estiro un billete que sé que no va a tocar y que me va a obligar a caminar, de la mano, alrededor de diez cuadras.
Y las camino, mirando el suelo, diciendo: "todo bien", "sí", "no", "no sé" y "por qué". Y lo dejo que hable mientras pienso en que debería irme, dejarlo en la esquina, decirle. Decírselo. Decirle que me aburre, que no sé por qué, que está bien, que es lindo, que lo quiero pero que me aburre hasta ponerme frenética de aburrimiento.
Se le ocurre darme un beso. Siempre se le ocurre en el mismo lugar, una esquina con un "Ana te quiero" sobre el que termino apoyada todas las veces y que envidio.
Respondo al beso con los ojos abiertos y porque un beso es un beso y hasta me causa gracia la imagen patética de los dos en la esquina. Me pregunto por qué me hago esto. Por qué se lo hago a él. Sé por qué no es. Lo sé. Me embola su presencia aburriéndolo todo, hasta lo divertido, hasta mi parte más divertida. Qué te falta, por Dios. Qué es lo que te falta. Qué es lo que me falta a mí.

Seguimos caminando y otra vez, me pregunta si estoy bien. Creo que nunca me preguntaron tantas veces cómo estaba. "Muy bien y vos", respondo e intento reírme pero siento que me va a salir un "me tenés podrida, seca, no te aguanto, me aburrís tanto que preferiría poner la cabeza en la avenida y esperar a que venga el colectivo" pero lo refreno. Lo dejo atorado en la garganta. Respiro hondo. Qué necesidad hay de herirlo. Si es bueno, pobre. Pobre.
Sigue lo de siempre. Abre la puerta, entramos, llama al ascensor, me deja subir a mí, primero. En el ascensor se pone contra mí, me acaricia, me vuelve a besar. Yo dejo que haga. Cierro los ojos. Pienso en que alguien me pone una venda. El ascensor para.
Bajo primero. El abre la puerta de su departamento. Me pregunta si quiero algo.
Irme, pienso, eso quiero. Irme a la mierda ahora, porque esto no da para más. ¿No te das cuenta? pero digo "Coca" y recorro su título colgando de la pared, los discos de jazz, los libros ordenados por autor, las carpetas y la computadora, el piso reluciente. Huelo y no hay olor. No hay olor a pucho, a pata, a comida. El departamento no huele, como si estuviera muerto.
Me reprocho. Me reprocho por buscarle la quinta pata al gato, por buscar olores en ese departamento. Me reprocho toda mi vida, mi falta de sentido común. Pienso en lo que diría mi mamá si lo viera, en la cara de satisfacción de mi papá: yerno universitario, qué menos para mí. Y yo no encajo. No encajo por más que quiera.
Me abraza después de apoyar el vaso sobre la mesa. Vamos al sillón. Tomo un trago de Coca. Apoyo el vaso en el vidrio de la mesa ratona. El lo corre. Lo apoya sobre un papel.
Voy a prender la tele. Me va a sacar el control remoto y va a apagar el televisor y va a poner música, después de preguntarme qué quiero escuchar. Pasa todo así. Así, como pienso que va a suceder. Vamos a coger una vez en el sillón. Y sí, el primero es en el sillón pero a mí no se me mueve un músculo. Hago dos o tres pavadas -un grito, un jadeo, dos palabras entrecortadas- y él se convence. Me cree. Me quiere creer.


Tiemblo. Me acaricia. Sonríe. No lo quiero mirar. Cierro los ojos. Me tapa y me pide que no tome frio. "No tomes frío" me dice. Siento que me late el cuello, tengo los puños cerrados.
"Callate", digo. Y lo digo mal. Le digo callate y suena a la puta que te parió.
Me dice "bueno". Me dice "bueno" y yo digo "me voy" pero no me muevo de mi lugar y no sé si no me muevo para que diga algo más que me de razones para ponerme a gritar.
Y él dice que no. Que me quede. Que dónde voy. Que la hora, que la calle, que la inseguridad, que me lleva, en un rato y yo sé que ese rato es eterno y que se transforma en mañana y digo "ahora" y él dice, después, que no empiece con la perorata de todas las veces desde hace dos meses.
Me doy cuenta. Sabe que me aburre. Me doy cuenta. No le importa. Y eso me hace sentir mejor. Menos imperfecta, menos transpirada, menos animal. Y menos turra.
Elige otro disco y se pasea desnudo por el departamento. Lo espío mientras camina, tapada hasta la nariz, yendo y viniendo. Empieza a leer en voz alta. Por qué, me pregunto. Por qué tenés que leer en voz alta. Por que no te tirás un pedo o te rascás las bolas o hacés algo como lo que hacen los demás. Por qué siempre sos un profesor universitario aún cuando estás desnudo. Camina leyendo. Se sienta sobre el borde del sillón. Marca con un dedo, el párrafo que quiere que lea. Abro los ojos. Interpongo mi mano entre el libro, el dedo y sus ojos. Dejo caer el libro al piso. Me destapa.
Me paro. Lo llevo, lo arrastro, lo muevo hasta el dormitorio. Me niego a ir abajo, otra vez. Lo empujo, me lo saco de encima hasta que me siento sobre él y ahí, me entrego.
Cierro los ojos. Le pongo la cara de otro, las manos de otro, de uno que me gustó de verlo, de alguien que ví en el subte, de cualquiera. Me avisa. "Estoy llegando" dice y yo siento ganas de darle un sopapo. No tenés sangre, pienso. Eso te falta. Sangre.
"Esperá" le digo. Y espera y habla y habla y habla. No lo escucho. Me digo cosas. Me las digo yo a mí. Me las digo con la voz de un compañero de trabajo, del cantante de una banda, del último escritor que escuché, de un locutor de la radio. Me digo cosas. Cosas llenas de sangre, de olor, manchadas, sucias, desordenadas, que gritan.
Lo muerdo. Se asusta, se queja. Acabo. Me bajo de él. Miro el techo, un rato corto, antes de vestirme.
"Quedáte", dice mientras va y viene a buscar el libro.
"No. Pido un taxi" respondo.
"Dale, quedáte" me dice, mientras abre el libro y se pone a leer. Estoy casi vestida.
Le saco el libro, otra vez. Lo tiro sobre el colchón. Lo miro a los ojos. No digo nada. Sólo lo miro.
"Ya sé" me dice. "Ya sé. Lo que no sé es por qué."
Pienso que es la última vez que lo veo. Siempre pienso lo mismo pero esta vez, es la última.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Ojitos

Cuando tenía cuatro años, Lucila estaba profundamente enamorada de su tío Daniel. Daniel era el hermano de su papá, era alto, alto como un árbol y vivía en la misma casa que Lucila y su familia. Ocupaba la habitación cerca de la terraza a la que Lucila sólo podía subir si su mamá y su papá le dan permiso y si Daniel la esperaba en la puerta mientras le repetía que no se apurara.

En la habitación de Daniel, Lucila escuchaba música disco y copiaba los pasos que Daniel hacía frente al espejo. En ese entonces, Daniel tenía veintiún años y nunca había presentado una novia. Cada vez que le recomendaban buscar una chica y sentar cabeza, Lucila empezaba a los gritos con que Daniel ya tenía una novia: era ella.

-Cuando sea grande me voy a casar con el tío Daniel-decía. Daniel se reía y la alzaba. Le decía “mi novia, mi novia”. Los sábados, un rato antes de que Daniel saliera para el boliche, mientras esperaba a su amigo para que lo pasara a buscar, subía el volumen del Winco y ponía el último disco que había comprado y que Lucila se había aprendido durante la semana. Todos, incluidos mamá y papá, se ponían a bailar en el patio. Con los temas movidos, su papá la hacía girar y girar hasta que empezaba a sentir que todo el patio daba vueltas. En los lentos, Lucila se sentaba en una silla petisa y, mientras su papá y su mamá bailaban abrazados, lo miraba a Daniel y le hacía ojitos. Pestañaba mil veces seguidas, escondía la cara y se sonreía poniéndose colorada.

-A ver si mi novia quiere bailar conmigo-decía Daniel mientras se acercaba y estiraba el brazo para que Lucila se parara. La alzaba. Lucila lo abrazaba fuerte, igual que su mamá abrazaba a su papá y pegaba la boca a la oreja de Daniel.

-Ran chu mi güerever ior bouling, ran chu mi ifiu nid a younder, nau an den iu nid somuon onder, sou darlin, in, iu ran chu mi- le cantaba bajito a Daniel.

Pero siempre que estaba bailando a upa de Daniel, el amigo que pasaba a buscarlo tocaba el timbre y Lucila se abrazaba más fuerte a cuello de Daniel para que no la dejara en el piso pero era allí dónde terminaba. Empezaba a treparse por la pierna de Daniel y a gritar con furia.

-No te vayas, no te vayas. Quedate, Dani.

No había forma de separarla de Daniel que la arrastraba pegada a la pierna hasta la puerta y la desprendía suavemente, mientras la dejaba sentada en el piso y llorando. A Lucila no le importaba que su papá le dijera que ahora bailaría con él. Tampoco le importaba que le dijeran que le comprarían el juguete que quisiera si dejaba de llorar. Lucila quería quedarse bailando con Daniel. Nada más que eso. Entonces, su papá subía a la habitación de la terraza, apagaba la música y prendía, en el comedor, después de bajar, el televisor. Su mamá se metía en la cocina a preparar la cena. Después de un rato de llorar, Lucila se aseguraba de que nadie la estuviese mirando y subía al dormitorio de Daniel sin permiso. Abría la puerta del ropero y tironeaba de la manga de cualquier camisa hasta dejarla en el suelo. Después, le pasaba por arriba con las zapatillas unas cuantas veces hasta dejarla arrugada y con la suela marcada. Después, escupía dos o tres discos.

-No te quiero más. No te quiero más. Sos malo, Dani. Sos horible. Feo. Malo. No soy más tu novia- le decía a los discos mientras le pasaba la mano por encima, esparciendo bien su saliva por todo el círculo negro. Más tranquila, se ponía en cuatro patas, se asomaba por la puerta y se fijaba que nadie la descubriera. Bajaba los escalones con la cola y cuando llegaba al suelo, se pasaba la mano por los ojos y corría a sentarse sobre su papá. Al día siguiente, después de que lo llamaran tres o cuatro veces para almorzar, Daniel bajaba con el pelo revuelto, los ojos hinchados y la camisa para lavar. Lucila le sacaba la lengua.

-Estoy muy enojado- le decía Daniel.

Lucila subía el hombro en dirección a la oreja, dos o tres veces y volvía a sacarle la lengua.

-Le voy a decir a tu papá lo que hacés- la amenazaba Daniel.

-Que mimporta. No te quiero más.

Así, cada fin de semana. Lucila se ponía imposible todo el domingo pero el lunes se le pasaba cuando se quedaba con Daniel mientras sus padres iban a trabajar. Lo encontraba a la salida del jardín y cuando volvían a casa, miraban mucha tele, bailaban y comían dulce de leche.

Un domingo a la noche, Daniel llegó a la casa de Lucila con una chica. Estaban de la mano.Lucila la miró y se negó a darle un beso. Su mamá la llevó a la cocina y le explicó que tío Dani quería mucho a esa chica y que había que tratarla muy bien.

-¿La quiere más que a mí?-preguntó Lucila.

-La quiere distinto-dijo su mamá-. A vos te quiere mucho como siempre. Por favor, portate bien.

Lucila se portó todo lo bien que pudo. No gritó ni lloró pero se negó a comer y durante todo el tiempo que la chica estuvo sentada a la mesa, le dio la espalda hasta que Daniel se paró y dijo “nos vamos”. Entonces, Lucila se dio vuelta con el ceño fruncido.

-¿Por qué te vas vos? ¿Dónde vas? Te acompaño.

Dijo todo de un tirón y se agarró de la mano de Daniel.

-Voy a acompañar a Liliana hasta la casa. Vos no podés venir porque es muy tarde y mañana tenés que ir al jardín-contestó Daniel, soltándola.

-¿Por qué la tenés que acompañar? ¿No sabe dónde vive? ¿Cómo puede ser que no sepa si ya es grande?

Su mamá y su papá se rieron de su lógica. Daniel dijo que la acompañaba porque no estaba bien que una chica se fuera sola a esa hora. Lucila la miró de arriba a abajo. Se recostó sobre una pierna de su mamá.

-Tengo sueño-dijo Lucila.

Su mamá la llevó hasta la cama.

-No soy más la novia del tío Daniel-dijo Lucila.

-Bueno- dijo su mamá- es un poco viejo para vos. Ya vas a tener otro novio. Ahora, dormí.

-Ya tengo otro-respondió.

-¿Sí? ¿Quién es?

-Papá-dijo cerrando los ojos. Después, se quedó dormida.

A partir de esa noche, Lucila dejó de hacerle ojitos a Daniel. Sólo los hacía para su papá.





lunes, 12 de noviembre de 2007

Pronóstico

I can't sleep tonight
Everybody saying everything's alright
Still I can't close my eyes
I'm seeing a tunnel at the end of all these lights
Sunny days
Where have you gone?
I get the strangest feeling you belong
Why does it always rain on me?
Is it because I lied when I was seventeen?
Why does it always rain on me?
Even when the sun is shining
I can't avoid the lightning
I can't stand myself
I'm being held up by invisible men
Still life on a shelf when
I got my mind on something else
Sunny days
Where have you gone?
I get the strangest feeling you belong
Why does it always rain on me?
Is it because I lied when I was seventeen?
Why does it always rain on me?
Even when the sun is shining
I can't avoid the lightning
Oh, where did the blue skies go?
And why is it raining so?
It's so cold
I can't sleep tonight
Everybody saying everything's alright
Still I can't close my eyes
I'm seeing a tunnel at the end of all these lights
Sunny days
Where have you gone?
I get the strangest feeling you belong
Why does it always rain on me?
Is it because I lied when I was seventeen?
Why does it always rain on me?
Even when the sun is shining
I can't avoid the lightning
Oh, where did the blue skies go?
And why is it raining so?
It's so cold
Why does it always rain on me?
Why does it always rain...

domingo, 11 de noviembre de 2007

Ficha

"De a uno, de a uno, no va a quedar ninguno"


La cosa es que cuando me enojo, a medida que pasan los días, me enojo más.
Me enojo porque calculé de antemano, la ví venir y esperé a reaccionar. E intentaron venderme un buzón con una justificación estúpida.
Todo se sabe; lo que no se sabe, se intuye; lo que no se intuye, se puede ir construyendo y lo que no puede construirse, alguien lo cuenta.
Uno, que ya no tiene doce años, escucha pero no dice nada. Espera. Más temprano que tarde llega la comprobación que lo sabido, lo intuido, lo construido y hasta lo que alguien dijo, es cierto. El margen de error es ínfimo. Y se siente estúpido. Estúpido por haber ayudado a alguien incapaz de separar su mirada de sus necesidades aún cuando ese alguien pidió ayuda y la obtuvo.
El planeta está lleno de personajes egoístas que la van de pollos mojados que necesitan apoyo; los lobos disfrazados de corderos, tan viejo como el mundo, que van eligiendo ingenuos o dormidos por ahí. Esos que no pueden dejar de mirarse el ombligo o los genitales cagándose en todo y en todos.
Arriesgar tanto por tan poco, che, es lo que uno piensa.
Medio mundo tendría que revisar el concepto que tiene de "amistad" y cambiarlo por algo del estilo "intercambio destinado a satisfacer necesidades personales cuando no se cumplen como las expectativas propias lo esperan", así, nos iríamos entendiendo.
Igual, a cada quién le toca lo que le corresponde. No importa. El que ayuda, seguirá ayudando, con mayor precaución cada vez que aparezca alguien pidiendo socorro hasta volverse indiferente a cualquier pedido, porque así juega la experiencia previa en estos casos. El que se caga, se seguirá cagando sobre cualquiera, hasta en sus propias palabras. (Cuántas frases para recordar, juradas y perjuradas para citar. Cuantas!)
Es hora de sacarse los lastres de encima. Todo lo que no sirve, a la basura. Hacer lugar. Renovar el aire.
El agradecimiento a todos aquellos que durante este año alimentaron mi idea de que menos es más. A todos y cada uno porque yo no me he perdido de tanto. Solamente perdí tiempo. Con la falta que me hace.


You love it. You hate it.
You want to re-create it.
Now, this is here, this is me.
This is what I wanted you to see.
That was then, was that, that is gone.
That is what I wanted you to feel.


jueves, 8 de noviembre de 2007

Confirmado

Jé.

1-Ya sé con quién no voy a conseguir trabajo nunca y dónde nunca trabajaré mientras ese quién siga allí.

2-El mundo está lleno de imbéciles. Qué cosa.

martes, 6 de noviembre de 2007

Deuda

Son todas frases hechas pero eso tiene el amor, es cursi, cursi y meloso, salvo cuando uno es muy querido y quiere mucho.
Esta es mi deuda. La deuda que hoy dejo saldada, al menos, en este lugar. Para el resto, tengo la vida.

Acá va:

Porque si pido que levanten la mano los que me quieren, son de los primeros.
Porque me cuidan, a veces, más que yo misma.
Porque me hacen reír.
Porque me acompañan cuando lloro.
Porque están ahí a pesar de todo, inclusive de mí.
Porque son buena gente.
Porque conservan la inocencia pero no son ingenuos.
Porque son decentes, honestos y sinceros, sin ser brutales.
Porque podemos pelearnos y discutir a los gritos durante horas y no pasa nada.
Porque se preocupan y se ocupan.
Porque los hago reír.
Porque lloro con ellos cuando lloran.
Porque son una de las mejores cosas que tengo.
Porque el 2007 fue el año más duro que pasamos juntos.
Porque, lamentablemente, casi todos compartimos alguna pena.
Porque cambiamos de década, mudamos de piel pero seguimos siendo los mismos.
Porque se los debía.
Porque se lo merecen.
Porque los quiero.
Porque me sale mejor por escrito y porque, a veces, les digo poco y nada.
Porque podría escribir mil millones de razones más, porque no hay recuerdo de mi juventud y adultez en los que no aparezcan.
Y porque estoy incondicionalmente con ellos, en cualquier evento feliz o desgraciado de la perra vida, como ellos están conmigo, este post es para mis amigos Romina, Karina, Martín y Adrián.

"Hope rides on
But Ill go anywhere
Yes, Ill go anywhere with you
Time has gone
But Ill go anywhere
Yes, Ill go anywhere with you"






En memoria de Maurice Gibb. Y por aquella noche maravillosa que pasamos juntos, en casa, cuando Maurice no sabía a lo que se exponía pero nosotros sí.
Los adoro. De verdad verdadera.
Ce.

Cantar es rezar dos veces - Vol. 2

Son los días de la tristeza no triste. Me acompaña esta canción. Andate 2007. Ya hiciste suficiente.


Deep in my heart, there's no room for crying,
but I'm trying to see your point of view
Deep in my heart, I'm afraid of dying,
I'd be lying if I said I'm not

Welcome in, welcome in,
Shame about the weather
Welcome in, welcome in,
It will come
It's a sin, it's a sin,
Where birds of a feather, are welcome to, land on you

Deep in my heart, there's no room for crying,
but I'm trying to see your point of view
Deep in my heart, I'm afraid of dying,
I'd be lying if I said I'm not

Welcome in, welcome in,
Shame about the weather
Welcome in, welcome in,
It will come
It's a sin, it's a sin,
Where birds of a feather, are welcome to, land on you

Ya Ya Ya *2
You've got my eyes
We can see, what you'll be, you can't disguise
And either way, I will pray, you will be wise
Pretty soon you will see the tears in my eyes..


viernes, 2 de noviembre de 2007

Manchas

El coraje, ahora lo sé, tiene la paciencia larga; necesita práctica.
Volvedor – Abelardo Castillo







Cuando estoy incómoda o nerviosa, me broto. Toda la piel del cuerpo se me cubre de manchones rojos como si hubiese estado el día entero rascándome. No importa dónde sea, si aparecen los nervios o pasa algo de lo que me gustaría escapar corriendo, las manchas comienzan a aparecer. No importa si estoy sola o en una manifestación. Me siento afiebrada y allí aparecen, delatándome, todas las manchas.
No es algo que me haya pasado siempre. Comenzó en una fiesta a la que asistí de casualidad, en un período de soltería que mis amigos habían considerado demasiado largo. Insistieron tanto con que fuera a aquella fiesta que sólo por quitármelos de encima, porque dejaran de mirarme compasivamente porque Pablo me había dejado por otra hacía más de cinco años y yo no me había vuelto a comprometer con nadie.
Entré a la fiesta como entro a todos lados, mirando el suelo y tratando de no tropezar con nada ni nadie. Alguien me acercó un vaso de vino. Me paré en un costado y miré para ver si encontraba alguna cara conocida pero no vi a nadie. Seguí parada en mi lugar.
Después de un rato, una mujer un poco más grande que yo, se me acercó y me preguntó si era la famosa Carolina.
Sonreí con amabilidad. Respondí que sólo era Carolina y que para la fama todavía me faltaba.
La mujer se presentó como Emilia y dijo saber mucho de mí. Seguí sonriendo pero esta vez sin comprender cómo esta mujer de pelo enrulado y ojos saltones podía saber algo de mí si nunca nos habíamos visto. No hice preguntas; sólo tomé un sorbo largo de vino y volví a mirar a la gente que caminaba girando en torno del lugar como si estuviera alrededor de la Kaaba, en la Gran Mezquita de La Meca.
Emilia me preguntó si no me resultaba sorprendente que entre tanta gente desconocida, nos encontráramos. Respondí que sólo éramos dos extrañas más entre una cincuentena de extraños pero ella insistió en que me conocía bien. La miré firmemente y decidí cambiar de lugar después de decirle que me confundía con otra persona y que yo también iba a dar una vuelta por el lugar.
No permitió que me moviera. La situación me resultó un poco chocante y aunque no soy de perder las buenas maneras mientras sentía que de a poco iban apareciendo las manchas, le pregunté que pretendía de mí.
Queres salir corriendo, aseguró y yo no contesté; sólo repetí mi pregunta anterior.
Soy la mujer de Pablo, dijo y yo sentí que me faltaba el aire.


No soy la clase de mujer que sabe separarse en buenos términos de sus parejas. No creo en eso de quedar amigos, mucho menos cuando a una la han reemplazado con otra. No disfruto viendo a las parejas actuales de mis ex parejas, teniendo en cuenta que sólo tuve tres parejas importantes, que la última fue Pablo y que desde el mismo día en que nos separamos, no volví a verlo. Me exigí desaparecer, volverme un fantasma, dejar de frecuentar lugares de posibles encuentros casuales mientras ensayaba todos los días, las cosas que le diría cuando lo viera mientras aumentaba mi rencor hacia él.
Hace mucho tiempo que quería hablar con vos, me dijo Emilia, quedándose con la botella de vino que uno de los caminantes giratorios traía en la mano.
Respondí que no sabía de qué podía querer hablarme. Hacía años que no veía a Pablo ni tenía contacto con él y que prefería no volver a tenerlo ni saber nada acerca de su vida.
Emilia largó una carcajada. Tarde, querida, me dijo. En un rato va a estar por acá.
Decidí irme, sin darle explicaciones. La esquivé y empecé a caminar ligero hacia la salida, chocando con alguna gente que venía en dirección contraria pero no fue una buena idea.
Si te tengo que seguir hasta tu casa, te voy a seguir, me advirtió Emilia. Quiero hablar con vos. Quiero saber por qué Pablo me repite, cada vez que puede, que nunca me va a querer como te quiso a vos.


Me quedé callada. Tuve ganas de decirle que entonces tendría suerte y seguirían muchos años juntos pero no dije nada. Yo nunca sentí que Pablo me quisiera. Sentí cosas distintas a medida que pasaba el tiempo: necesidad, dependencia, indiferencia, hartazgo, desprecio pero nunca amor.
Caminé todavía un poco más rápido hasta la esquina justo cuando Pablo doblaba. No lo reconocí, en principio. Supe que era él cuando dijo “Hola, Carol”.
Para esa altura de la noche ya no tenía manchas. Toda yo era una sola mancha sanguinolenta que intentaba separarse de Pablo y de Emilia que me encerraban como al fiambre de un sándwich.
Es bueno que estemos los tres, dijo Emilia. Pablo arqueó las cejas. Yo miré hacia uno y otra. Tenías razón, le dijo a Pablo, mirándolo y atravesándome con sus ojos, es mucho más joven que yo.
Pablo resopló por la nariz. Todas son más jóvenes que vos, respondió y yo recordé las veces en que le había preguntado por alguna chica nueva del trabajo o de la facultad. Recordé mis palabras una por una. Yo preguntaba si la chica era linda; el respondía que todas eran más lindas que yo. En algún punto, algo dentro mío me llamaba a defender a Emilia pero no lo hice. Me lo prohibí.
Pablo siempre habla bien de vos, me dijo Emilia. Dice que fuiste la única que lo quiso bien.
Miré a Pablo. Lo ví avejentado, encorvado, demasiado canoso.
Eso decís, le pregunté, eso decís ahora.
Eso dije siempre, me contestó y se acomodó los anteojos.
Delante de quién lo decías, dije. A mí nunca me lo dijiste.
Emilia volvió a largar una carcajada. No esperaba presenciar un pase de facturas, dijo y a mi me dieron ganas de saltarle encima. Reprimí el deseo de tener su cuello entre mis manos, como alguna vez Pablo supo tener el mío y apretar y apretar hasta que no le quedara aire pero yo era conciente que no era como ellos. Yo no tenía nada que averiguar ni que decir.


No pensé que esto podía pasar, dijo Pablo en forma de disculpa mientras yo intentaba hacerle seña a un taxi para volver a mi casa y esta vez, no salir. No volver a salir por una semana, un año o lo que me quedara de vida.
Estoy un poco arrepentido de cómo terminó todo, me dijo delante de Emilia. Vos no te merecías ese final y aunque suene un poco pedante, creo que te hice un bien dejándote por esta.
Por ésta, pensé y esperé que Emilia reaccionara. No reaccionó. Sólo me dijo “¿Ves? ¿Con vos también era así?
Abrí la boca solo para volver a preguntarle qué quería de mí.
No son celos, te lo juro, respondió Emilia y esta vez, fue Pablo el que se rió. Es otra cosa. Es algo mucho más sencillo. Quiero saber cómo hacías para quererlo bien.
En un minuto pensé cinco o seis respuestas, ácidas, rápidas y arteras pero había algo en la voz de Emilia, en la presencia de Pablo que me inhibía de tal manera que no me dejaba hablar.


Sí, son celos, dijo Pablo. Que te lo diga claramente: tiene celos de mi pasado. De que vos hayas pertenecido a mi pasado, que mi vieja la llame por tu nombre a pesar del tiempo que pasó. Quiere saber si se te parece, si existe la posibilidad de que me olvide de vos, de que haga de cuenta que nunca exististe.
Como hiciste siempre, dije
Si estuviera en mis manos, siguió Pablo, haría lo que fuera por volver con vos. No sabía lo que hacía, no sabía dónde me metía.
Lo miré. Lo odié un poco más por utilizarme para desmerecer a Emilia. Y lo odié aún más por pensar en la posibilidad de que yo volviera aceptarlo en mi casa, en mi vida.
Sentí que algo tenía que decir esta vez. Esta vez tenía que decir todo lo que me dije a mí misma, una y mil veces; liberar el veneno con el que me había quedado y la compasión que ahora me despertaba Emilia. Lo que yo dijese en ese momento, tenía que ser efectivo e hiriente. Tenía que irme de esa esquina ni bien terminara de hablar.
Le di la espalda a Pablo y giré hacia Emilia. Pensé que lo que dijese tenía que ser la jugada maestra que calmara a esa mujer que parecía desesperada, a ese hombre que yo ya no conocía y a mí de seguir pasando por esa situación espantosa.
Saqué coraje de dónde no tenía o encontré el coraje que durante años había estado juntando, por si en una vuelta del destino, me reencontraba con Pablo. Inspiré. Largué el aire.
Querelo mucho. Querelo con toda tu alma. Seguilo, dije -y lo dije mirando a Pablo-, seguilo todo el tiempo, no lo dejes solo ni un segundo. Convertite en su sombra. De corazón, te lo recomiendo. No le creas que no te quiere o que a mí me quiso más. Miente. A mi no me quiso tanto y yo, yo nunca lo quise.


Quizás porque no esperaban que yo hablara tanto o porque finalmente logré decir lo que quería o porque empecé a caminar y conseguí subirme a un taxi libre, los dejé mudos, mirándose uno al otro en la bendita esquina.
Me sentí liviana.

Sed

Esteban espera, apoyado sobre el pilar de cemento que sostiene la reja, en la vereda, que aparezca Vicente por la esquina. Mientras lo espera, se piensa corriendo, corriendo tan rápido que se hace invisible. Se imagina que pasa corriendo por los frentes de las casas de los pocos vecinos de la cuadra que a esta hora –las diez de la noche de una primavera calurosa- salen a tomar la fresca y que de tan rápido que corre no lo distinguen cuando pasa; que no tienen tiempo a reconocerlo para decir “ahí va, ahí va el hijo de Vicente”.
En eso piensa Esteban, con el hombro apoyado en el pilar, una pierna cruzada sobre la otra, los brazos cruzados sobre el pecho, el cuerpo formando un ángulo agudo contra el piso, cuando lo ve a Vicente venir del club, tambaleando, caminando en zigzag, rebotando contra las paredes de las casas de la cuadra, moviendo la cabeza como si el cuello no tuviese la rigidez suficiente para sostenerla.
Esta vez, Esteban sabe que, además de haber chupado de más, Vicente perdió a los naipes. Es principio de mes y todos los meses son parecidos; Vicente vuelve a las cuatro de la fábrica, duerme una siesta corta y cinco y cuarto, después de mojarse el pelo, estirarlo hacia atrás y ponerse una camisa limpia y planchada, sale para el club.
Por suerte, la vieja, mientras Vicente duerme, le saca del bolsillo un par de billetes grandes. Está tranquila porque pegó una changa nueva: ponerle el círculo de cartón a las tapas de plástico de los frascos de café instantáneo; por tres mil tapas se asegura la cuota del colegio y unos cuantos paquetes de fideos, sin pensar en la plata que Vicente se toma, apuesta y pierde en el tute, cada noche.
Esteban clava la vista en la esquina cuando lo ve acercarse como si pudiera sostenerlo mientras piensa en no tener que salir corriendo a buscarlo y levantarlo del suelo, cargarlo en los hombros, como pasaba antes, cuando era la vieja la que lo esperaba en la vereda. Él lo va a levantar, sí; y si es necesario lo va a arrastrar hasta adentro de la casa pero después lo va a soltar en el pasillo y lo va a esquivar a las zancadas, muerto de vergüenza para decirle a la vieja: ahí está, ahí lo tenés.
Pero Vicente, a los tumbos, con el pelo alborotado y la camisa asomada por fuera del pantalón de un solo lado y arrastrando los pies, llega. Intenta tocarle el pelo y decirle “qué hacés, cabezón” cuando le pasa por al lado pero habla como si tuviera la lengua dormida y entra, mientras Esteban lo sigue, apurando el paso para meterse adentro y no volver a salir hasta después de la cena, cuando se junta con los pibes, en la esquina de la vuelta, a tomar una cerveza o dos o diez mientras la vieja le da a las tapas de plástico y Vicente duerme la mona.
Entonces, con la panza llena, Esteban escucha como los pibes hablan de motos y de minas y cada vez que le toca, le pega un beso a la botella, directamente del pico hasta que se empieza a reír de nada o siente que se mueve en cámara lenta. Esa es la hora de volver a casa. Él lo sabe, lo aprendió y no entiende, aunque lo piensa y lo piensa, cómo es posible que Vicente no sepa parar y si no sabe, cómo nunca nadie le explicó, como a él, que siempre hay que seguir las líneas rectas de las baldosas.
A Esteban nunca le falló seguir las líneas de las baldosas. Siempre lo llevaron derecho hasta la casa, a tantear la cerradura y caminar, con una mano tocando la pared hasta poder tirarse en la cama mientras todo empieza a girar y dormir hasta la mañana del otro día donde se cruza con Vicente que sale para la fábrica, que lo saluda tocándole el pelo, con una sonrisa de oreja a oreja y le dice “chau, cabezón” mientras él, corriéndose rápidamente, enfila para la cocina a poner la pava y grita “chau, pá”. Prepara el mate, le lleva dos a la vieja, que al ratito se va a levantar y se va para el colegio, muerto de sueño.
Es el último esfuerzo. El último año. Esteban no va a ir a parar a la fábrica. Esteban va a ir a la facultad y será ingeniero y su vieja nunca más tendrá que armar tapas de café instantáneo o muestrarios de alfombras o cualquiera de esas changas que le matan la espalda y las piernas. Y sobre todo, cuando se reciba y después se case y tenga hijos, no los hará esperarlo en la vereda, con el corazón en la boca y la vergüenza trepándoles a la cara por si llega a caerse delante de los cuatro o cinco vecinos que no tendrán oportunidad de decir “ahí están, ahí están los hijos de Esteban” como si dijeran “son estos, los hijos del chorro, del estafador”. Si al fin y al cabo, todo es como dice la vieja. Vicente es un buen hombre, no le hace mal a nadie. Lo pierde la botella y el juego pero algún vicio hay que tener después de deslomarse trabajando.
Así pasa el día, entre el colegio y la changa, hasta que llegan las diez y Esteban sale a pararse a la vereda, apoyando el peso de todo el cuerpo sobre el hombro que se acomoda contra el pilar de cemento que separa la casa que ladrillo por ladrillo levantó Vicente cuando Esteban nació, de la calle, repitiendo “que no se caiga, por favor, que no se caiga hasta que esté adentro de casa”
Vicente aparece por la esquina, como cada noche, con el cuerpo ladeado y la cabeza que no se queda quieta, el paso torpe, trastabillando una vez, dos veces, tres hasta caerse al piso frente a los pocos vecinos que no se mueven pero lo miran.
Esteban corre y corre tan rápido que se vuelve invisible. Levanta a Vicente, se lo cuelga de los hombros, lo abraza por la cintura y lo lleva, haciendo fuerza, sosteniéndole la mirada a los vecinos como diciéndoles “y vos qué mirás o te pensás que no sabemos que le pegás a tu mujer; que hacés entrar al sodero mientras tu marido trabaja, que tu hija se acostó con medio barrio” pero sólo habla con Vicente, suavecito y le dice “vamos, vamos a casa, pá”.

La impostora

Me gusta viajar. Disfruto más del viaje que de llegar a destino. Los fines de semana son mi road movie.
Cada viernes, cuando Javier y yo volvemos de trabajar, cargamos unas pocas cosas en el auto y nos vamos. Nos detenemos en cada parador que encontramos en la ruta cuando nos alejamos casi doscientos kilómetros de Buenos Aires.
Vamos jugando. Jugamos a ser otros.
A veces, Javier es un visitador médico y yo, la chica del autostop o una pareja de recién casados en viaje de luna de miel. Alguna vez, fingimos ser un matrimonio en plan evangelizador por el interior de la provincia pero no nos resultó divertido.
Como sea, la última vez, el fin de semana pasado, el juego empezó en la primera estación de servicio.
Me bajé del auto unos metros antes de llegar y caminé sola por la banquina. Javier cargaba combustible, cuando me escabullí al baño. En el baño de damas, cambié mi pantalón de gimnasia, mi remera rosa y mis zapatillas por un pantalón bastante corto de jean, una musculosa blanca de hombre y un par de botas texanas. Ya sé. Suena increíble pero paso toda la semana pensando en quién me convertiré cuando nos hayamos alejado de la capital. Esta vez, yo sería el levante rutero de Javier, la puta linda de la ruta. Aunque no fuera ni tan puta, ni tan linda.


Javier y yo somos físicamente parecidos. Tenemos el mismo color de ojos, de piel, de pelo. El es un poco más alto que yo. A lo mejor, porque ya llevamos muchos años juntos, tenemos hasta los mismos gestos.
Nuestro juego nos permite hacernos pasar por hermanos cuando llegamos a un hotel de pueblo para hacer noche y escandalizar a conserjes y mucamas, cuando pedimos habitación con cama matrimonial.
Javier fue mi primer novio. El que conocí cuando tenía 16 años y siguió conmigo hasta ahora. Es el único hombre que conozco.
Yo soy su primera novia y hasta hace un año, la única mujer que había conocido. Hace un año nos dimos cuenta que parecíamos hermanos. En realidad, le pareció a él y me fue haciendo notar todas nuestras similitudes. Después pasó lo de Ana. Javier se enganchó con Ana pero Ana es alguien sin importancia porque así como Javier se enganchó con ella, cuando ella insistió en que nosotros nos separáramos, pasó a la historia.

Masqué chicle despacio y con la boca entreabierta. Me paseé entre las góndolas cargando paquetes de papas fritas y latas de gaseosa.
No sé si me hubiese atrevido a representar este papel si no hubiera sido dentro de un fin de semana largo, en primavera, con el parador lleno de gente.
Hice la fila para pagar. Javier tomaba café en una mesa cercana a la vidriera. Me miraba. Y yo a él.
Un dúo de adolescentes se acercó a decirme algo que no escuché. Sonreí. Después de pagar caminé con actitud gatuna hasta la mesa donde Javier estaba sentado. De haber podido fumar, lo hubiera hecho, sólo para echarle el humo en la cara como cualquiera de esas actrices que dan para el rol de reventadas. Hablamos. Me preguntó hacia dónde iba en voz lo suficientemente alta como para que las mesas vecinas lo oyeran. Una señora de la edad de mi madre me miró con desaprobación.
Subimos al auto.


Por qué con Ana y por qué ahora que planeamos tener hijos, le pregunté cuando supe todo. Por qué a mí, que soy toda tuya y de nadie más, grité.
Javier dijo que no sabía por qué. Que, a lo mejor, era porque estaba aburrido o porque nos conocíamos tanto que ya sabía todo de mí. Pero que me quería y que me quería tanto que era capaz de salir un domingo a la noche a comprar tampones medianos sin que le diera vergüenza porque sabía exactamente la fecha en que me tocaba menstruar. Me propuso una semana lejos de todo para reconciliarnos.
Comencé a pensar que Javier sólo conocía una parte de mí.
Un martes mientras hacíamos la compra en un supermercado de la costa, coincidimos en tomar la misma lata de puré de tomates. Forcejeé con él. Armé un escándalo como si no lo conociera; como si nunca lo hubiese visto en mi vida y aunque al principio se asustó un poco, rápidamente reaccionó siguiendo el juego.
Esa noche cogimos como perfectos desconocidos. Nosotros, los que sólo cogíamos sin decirnos una palabra, fuimos otros dos que eran capaces de hacer y decir todo lo que cuando somos nosotros, los de siempre, no volvimos a decir desde que comenzamos a vivir juntos.


Javier ofreció llevarme hasta el próximo parador. Acepté con la condición de una módica suma mientras me mojaba los labios con la punta de la lengua. No se resistió. Sacó la billetera y me mostró que tenía suficiente efectivo para todo el fin de semana.
Dentro del auto sonaba “I put a spell on you” en versión Creedence. Subí las piernas y las crucé sobre la guantera del auto.
Retomamos la ruta y nos detuvimos en el primer hotel que encontramos. Un hotel de camioneros y putas viejas.
No lo dejé besarme en la boca ni lo traté con suavidad. Mientras me movía sobre él, miré el reloj un par de veces. Cuando acabó, me separé de él y me puse a fumar mirándome en el espejo. Me vi otra. Me sentí otra.
A pesar de sus súplicas, no volví a ser yo hasta que llegamos a destino. Un lugar con río y bungalows donde Javier pescó y yo leí un libro.
Emprendimos el regreso el lunes de madrugada. Fuimos dos compañeros de trabajo que se fueron de viaje, con una excusa laboral, dejando a sus respectivas parejas en Buenos Aires. Javier manejaba callado y dijo que sentía culpa; yo no dije nada pero sentía fastidio.


Me bajé del auto en la puerta de casa. Fui la primera en bañarme. Javier abrió la puerta. Corrí a abrazarlo como si no lo hubiese visto en todo el fin de semana.
Dijo que me extrañó.
Respondí que sí pero pensé que sólo era toda suya cuando era yo.