“A mí, que no tengo padre,
que vengo de una familia mujeres fuertes,
me han definido los hombres
que me quisieron aunque sea un rato.”
Yo lo quería. Y lo quería en serio. Lo quería toda la vida, con toda mi vida, para tener hijos y comer ravioles los domingos y comprar un perro y una pileta de lona para poner en el patio.
Lo quería tanto que podía cerrar los ojos y aún así, verlo. Despertarme y con los ojos cerrados, verlo, también. Me convertía en ciega para el mundo si lo sentía al lado mío.
Entonces era temprano para nuestra vida que recién estaba empezando, y para el día.
Una hora antes, las piernas enredadas, la ropa por el suelo, las medias en el cementerio de medias en el que se convertía el fondo del colchón, los ojos cerrados, sin voces, sin tele ni música, sólo él y yo. Yo y él. Nosotros. Los dos. Éramos el mundo.
Fuimos el mundo durante algunos meses. Porque nada importaba y porque nos habíamos jurado que mientras estuviésemos los dos, el rato ese que pasábamos juntos, éramos todo y todos.
Y nos prometimos, casi ante escribano, que si un día no nos importaba, si un día la mañana se nos llenaba de otros, nos íbamos a dejar, sin ruido, sin lágrimas, sin gritos, sin peleas por los discos, ni los libros, ni las películas.
Yo me voy con lo puesto. Como vine, dije la primera vez que lo hablamos.
¿Por qué hacen esas cosas las chicas?, me preguntó. Vos te vas con lo puesto y yo me quedo con todas las cosas llenas de recuerdos. Además, esto es de los dos. ¿Qué voy a hacer con esto yo solo?
Yo me voy como vine, con lo puesto, repetí y no le aclaré que si alguna vez me iba, me lo llevaba en el cuerpo, en la voz, en los pensamientos y hasta en la nariz.
Pero esa promesa, en aquel momento, no nos importaba mucho porque, ya digo, éramos el mundo entero. Nosotros, los dos.
Pasaba un rato de esos, quieto.
Siempre me desperté de mal humor y hasta eso parecía gustarle de mí. Mis gruñidos de recién despierta. Mi mutismo, mi fastidio, la acidez con que me recibía el mundo real, el afuera. Esos otros que no nos importaban: los compañeros de trabajo, la gente del subte o del colectivo, las familias de cada uno y su propia familia, porque casi siempre, cuando me despertaba, pensaba en su familia. En las nenas durmiendo con la madre, en la cama grande, porque el padre tenía un “congreso”.
No soy de hablar mucho. Hago ruidos, contesto monosílabos, pero cada tanto, alguna frase larga se me escapa.
“Congreso”, ¿no había un nombre más horrible para ponerme? supe preguntarle.
Yo no abría los ojos o me los tapaba con las manos. Y sin embargo, cuando me resignaba, cuando no me quedaba otra más que separar los párpados y dejar que la luz me invadiera las pupilas, ahí estaba él con su sonrisa y sus ojos de cachorro.
Era un buen tipo. Eran malas las circunstancias, pero quién elige de quién, por qué y cuándo se enamora. Uno se enamora y ya. Y si puede, convierte ese rato, el rato que dura el enamoramiento en lo único importante porque no sabe, tiene miedo, desconfía de que se repita.
Era la última en levantarme. Mejor, esperaba a que me viniera a buscar y me dijera “vamos” y me pasara la mano por los brazos y los dedos y me destapara los ojos, despacio, con suavidad. Que me abrazara y me incorporara mientras yo dejaba los ojos apoyados en el ángulo que se formaba entre su cuello y su clavícula y decía con un hilo de voz, después de respirarlo más de una vez, de guardarme su olor para todo el día, “mate”.
Me paraba con los ojos cerrados y desnuda. Me dejaba llevar al baño que ya tenía la ducha abierta para mí.
En diez, te vengo a buscar, me avisaba y yo sabía que eran diez. Ni nueve ni once. En diez, estaba atrás de la cortina, con el toallón preparado para recibirme y envolverme. Y dejarme, otra vez y mil veces, cerrar los ojos y respirarlo. Así, cada vez. Así hasta que nos vestíamos de jefe y empleada. Así hasta que uno salía antes que el otro. Así, hasta que en el pasillo gris, nos saludábamos como si no nos hubiésemos visto desde el fin de nuestra jornada laboral anterior.
Así, veinte meses, a nuestros veinticinco. Porque no teníamos la culpa de todo lo que nos había pasado antes.
Nuestro problema fue el desencuentro. Seis años antes, esta mierda no pasaba, decía él.
Y yo pensaba en esos seis años anteriores, en todo lo que había pensado que era un noviazgo y las ochenta grandes diferencias que había entre esa definición y el noviazgo que yo tenía en la realidad.
También imaginaba sus ojos y la mueca desesperada que pudo haber puesto cuando le dijeron “te casás, m’hijito. Te casás. Si fuiste vivo para acostarte, ahora, vas a ser vivo para criar a la criatura”. Pero con las horas de trabajo, con el noviazgo laboral, me olvidaba de esas cosas.
En veinte meses, fui congreso, cada sesenta días; reunión, una vez por semana; almuerzo o cena o despedida de soltero o un evento al que no podía faltar, si el asunto en el mundo real se ponía espeso, si la esposa y madre protestaba.
Mientras tanto, la sede de todas las actividades, la sede que buscamos entre los dos y conseguimos con descuento y sin garantías, cada día, cada semana, se convertía en la casa que hubiésemos podido tener. Una casa blanca y luminosa en donde nos encerrábamos, porque hay una clase de amor que no crece si no se oculta y ahora, a la luz de los años, es fácil darse cuenta que ese amor era así, un amor de invernadero.
Teníamos nuestras tazas y nuestras sábanas, nuestros juegos de toallas, unas pocas ollas, un equipo humilde de audio, un televisor que casi no prendíamos porque cada minuto, cada segundo no se podía desaprovechar y un teléfono, con número que sólo tenían dos personas, en caso de emergencia. Dos personas confiables que se acomodaban en el papel de cómplices sin preguntar demasiado y sin decir mucho más, salvo alguna que otra frase como “tené cuidado” o “fijate lo que hacés”; esas cosas que dice la gente.
Una vez, tuvimos mar. Y la felicidad parecía completa porque lejos, no había de quién esconderse y podíamos ir al supermercado de la mano y darnos un beso en la góndola de las galletitas sin mirar para los costados como si estuviéramos robando. Robábamos sí, pero el daño ya estaba hecho. No hubo mar más azul, ni frío más hermoso, ese invierno. Pero hubo, por primera vez, cuando nos despedimos en la estación de micros, una sensación de ahogo, una especie de desgarro, una tristeza profunda. Una señal única e inequívoca de que el rato estaba terminando. Y que había sido un rato bueno, pero un rato nunca le alcanza a nadie, menos si uno está enamorado hasta las neuronas, metido hasta las cejas.
Y lo supimos los dos sin decir una palabra. Yo lo supe en sus ojos; él lo supo en mi beso, el beso más amargo que le di.
Después todo fue como tenía que ser. No podía ser de otra manera. Salíamos corriendo a la sede, nos sacábamos la ropa desesperados, nos metíamos en la cama, nos abrazábamos. No hacíamos nada. Nos invadía una pena inmensa porque las cosas no se iban a modificar. Yo no le pedía nada, él no me prometía nada.
Cada quién asume las consecuencias de sus elecciones como puede. Eso pienso ahora. En esos veinte meses no pensaba así pero tampoco tan distinto.
Vos sabés que yo nunca más voy a querer a nadie así, me decía. Nunca más. Nunca más en toda mi vida. Te lo juro.
Me hacía apoyar la mano en su corazón y yo oía, con las yemas de los dedos, sus latidos pero no le respondía nada, no le daba nada a cambio de esas palabras, sólo cerraba los ojos; le decía, después de unos minutos, con la garganta cerrada, con un hilo casi imperceptible de voz “mate, por favor. Mate”, y lo miraba.
Lo veía levantarse y pasarse la mano por los ojos y la nariz, sonar para arriba y yo no podía más que cerrar los ojos, otra vez y esperarlo a que volviera, con el termo, el mate cargado, el tarro del azúcar. Y que después me contara que Maca cada día escribía más palabras y que Cande le pasaba la mano por la cara, como se la pasaba yo y que a veces –todas las veces-, tenía que esforzarse para encontrarle algún parecido con su mamá, porque Cande parecía una hija mía, nuestra. De los dos.
Entonces llorábamos. Llorábamos casi dos termos de mate. Y hubiésemos seguido llorando otros veinte meses. Pero nosotros nos habíamos prometido no llorar, ni hacer ruido, ni gritar, ni pelear.
En una cena que no fue, por la varicela de una de las nenas, tomé mi decisión. Entré a la sede de tantos congresos, almuerzos, cenas, despedidas de soltero y eventos a los que no podía faltar.
Recorrí la casa, como el que recorre un museo. Impresionada por la felicidad con que esas paredes se habían mantenido blancas, conmovida por el olor a hogar que había en ese único ambiente, transportada por la temperatura que adquiría aquella cocina, con nuestras tazas, nuestras pocas ollas y platos y cubiertos.
Lo único que me llevé fue el mate. Y deje una nota, avisándole.
El resto de la historia no tiene la menor importancia. Es una historia más entre los millones de historias como ésta que suceden en el mundo, a cualquier hora; quizás, ahora mismo.
Hace unos días, lo vi desde el colectivo. Maca está casi tan alta como yo y al lado de él, parece más su novia que su hija. El semáforo detuvo al colectivo y de tanto mirarlo, Cande se dio vuelta.
Me impresionó que se pareciera tanto a mí cuando tenía su edad. La vi tirar de su brazo, la vi decirle algo.
Lo vi levantar la cabeza cuando el colectivo arrancó. Desvié la mirada.
Cuando llegué a mi casa, a la casa en la que vivo, a la casa que es toda mía, puse agua a calentar en la pava eléctrica, busqué ese mate y esa fue mi cena.
El mate nunca me salió como le salía a él. Pero fue una mateada feliz porque a pesar de los años que pasaron entre esos veinte meses y estos días, comprobé mi teoría: lo llevaba en el cuerpo, en la voz, en los pensamientos y hasta en la nariz. Y lo abrazaba entre mis dedos, como si ese mate representara mis ojos apoyados en el ángulo que se formaba entre su cuello y su clavícula mientras lo respiraba, para guardármelo adentro. Para llevármelo. Porque éramos el mundo hasta que dejamos de serlo, para nosotros, los dos.