Se despertó con la misma incertidumbre con la que se había acostado. En unas horas, debía recibir el llamado telefónico que había esperado la noche anterior hasta que la venció el sueño. El llamado que prometía una noche de amor, un poco robada, un poco escondida, después de una separación que nunca pudo entender bien y que la cambió de posición: de novia a amante, sólo en cuestión de meses.
Sobre la mesa de luz, el cenicero amontonaba las colillas del atado, que no hacían más que confirmar las horas que pasó esperando, con el inalámbrico apoyado sobre las piernas para no perder ni un segundo en atender.
A la izquierda del cenicero, la cáscara de una mandarina aguantaba el peso de las semillas y recordó, que alguna vez, cuando no necesitaba ocupar la plaza que, ahora sobraba en la cama, con las almohadas, una detrás de otra, tenía prohibido comer mandarinas en el dormitorio, por el olor. Y fumar. No podía fumar cuando la otra plaza estaba ocupada, dentro del dormitorio.
Todavía estaba en posición fetal, cuando se llevó la mano a los ojos y los notó hinchados. Se dio vuelta y se abrazó a una de las almohadas, anidándose en sábanas y frazadas.
Asomó un brazo por encima de la ropa de cama para tantear el teléfono. Miró el display. Nada indicó que durante el sueño, aquel llamado se hubiese producido.
Había pasado el mediodía. Suspiró.
Se sacó el pijama. Se miró al espejo. Descubrió dos canas más. Frunció la cara y examinó, con detenimiento, las arrugas que le rodeaban los ojos. Se miró el cuerpo. Estrías, celulitis, alguna cicatriz. Con las manos, se palmeó el culo. Lo notó flojo. Abrió la ducha.
Si fuera más joven, si fuera más linda, si fuera más flaca, si fuera más alta, pensó. Si fuera otra, a lo mejor, no se hubiese ido.
El agua le tocó los ojos, se le deslizó por el cuerpo. El jabón le acarició la piel y sintió asperezas en codos, rodillas y talones. Se reconcentró usando la esponja vegetal y la piedra pómez, con saña. Mojó el pelo y lo notó reseco, estropeado. Hizo espuma con el champú mientras friccionaba el cuero cabelludo con violencia. Enjuagó el pelo bajo el agua y se preguntó, en el momento en que pudo distraerse, dónde iría a parar el agua que hacía un vórtice en la rejilla. Se imaginó la trayectoria del agua, hasta la planta potabilizadora y de ahí, su purificación hasta el camino de vuelta hacia la canilla y se vio tomándose su propia mugre, sus células desprendidas. Le dio asco el agua y también, le dio asco la sensación de tragarse su propia descomposición. Una arcada la hizo volver a cerrar los ojos y dejar que el agua caliente se le deslizara por el cuerpo, como la caricia que solía recibir antes de que la cama le quedara tan grande y que, los últimos dos días, extrañaba.
La piel estaba suave y no había un solo pelo cortado que pinchara. Siguió secándose el cuerpo con crueldad, dejándose la piel enrojecida.
Se miró las manos. Tenía las uñas comidas y los dedos lastimados de tanto roerlos. Intentó quitarse una piel sobrante que se levantaba cerca de la uña del pulgar, con los dientes. Le dolió.
Con los nueve dedos que no le dolían, se puso un baño de crema en el pelo y lo envolvió en una toalla. Buscó la crema para la celulitis y la pasó por la cadera y los muslos, con movimientos rápidos y circulares. Luego, abrió un pote petiso, y se desparramó la crema anti edad, con golpeteos alrededor de los ojos y la boca.
Se lavó las manos con agua fría y se sentó, de nuevo, en la tapa del inodoro, contando los azulejos para que se cumpliera el tiempo del baño de crema.
Cuarenta azulejos horizontales. Diecisiete azulejos verticales. Se preguntó qué habría debajo de los azules, si un día, se le ocurriera levantarlos.
Sonó el teléfono. Se le aceleró el corazón.
Se sacó la toalla. Se enjuagó el pelo y lo envolvió en una toalla seca. Dejó deslizar la bolilla del desodorante por las axilas. Se puso el pijama. Salió del baño con el teléfono en la mano.
Arrastró los pies hasta la cocina y eligió dos mandarinas de la frutera. Miró cómo relucía la bacha de la cocina y el piso. Miró, al pasar, el orden del living. Volvió a arrastrar los pies hasta el dormitorio. Se metió en la cama y acarició las sábanas nuevas. Apoyada contra el respaldar de la cama, le sacó la cáscara a la primera mandarina y sintió arder el pulgar. Desgajó la fruta y quitándole los hilitos blancos a cada uno para metérselos en la boca y separar la pulpa de la semilla para después, depositarlas en la cáscara nueva.
Después de comer, se olió los dedos. El olor a jabón y mandarina se confundía.
Encendió un cigarrillo y lo fumó mirando alrededor. Las cortinas recién puestas, los libros ordenados, las fotos sobre el estate, la ropa en su lugar, las puertas del placard bien cerradas. Cuando la brasa se le hizo sentir en la mano, lo aplastó contra el vidrio del cenicero.
Acomodó las almohadas. Una detrás de otra, como si fuera un cuerpo, como si el cuerpo faltante pudiera reproducirse con ellas. Miró el teléfono, revisó el tono. Se acostó. Se anidó en la ropa de la cama, se abrazó a la almohada. Volvió a llorar. Así, se quedó dormida, otra vez.
El teléfono no sonó en todo el día.
2 comentarios:
De como se escribe un relato sobre la tristeza del amor...
Por Vontrier.
Gracias. A pesar de eso (o por eso), muy bello.
Es raro como se puede escribir tan lindo de algo tan triste, no?
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