miércoles, 4 de junio de 2008

Cabezón, cebate un mate

“Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el pasado.
Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la felicidad,
pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido ya sucedió.”

(Muchacha de otra parte – Abelardo Castillo)

Texto participante en el T.E.Lit.A

A veces, cuando lo veo en las fotos, me parece que va a venir. Que va a llegar, en cualquier momento, con los cordones desatados y el flequillo tapándole los ojos; que me va a dar un beso y que va a ir directamente a la cocina y va a llenar la pava con agua.
Después, va a prender la hornalla y con el fuego de la hornalla va a encender dos cigarrillos: uno para él y otro para mí. Antes de tirarse conmigo en la cama, va a dejar la pava sobre la hornalla. Y yo voy a decir la frase mágica y el tiempo se va a detener para siempre.
Mike, Mick, Migue, Miguelito, Miguel, Mig, Miguito, mi mejor amigo. El que sabía todo de mí. Él, que todavía todo lo sabe, era el único capaz de soportarme en pleno ataque de euforia o de llanto, de comprar un paquete de Siempre Libre Nocturna sin que le temblara la voz, en la farmacia y de hacerse cargo del mate.
Nunca fui buena cebando.
Me das los mates como trompada de loco, nena, me decía.
Y yo me quejaba, porque quejarme siempre me salió bien.
Bueno, qué querés, me aburre cebar. Al segundo mate ya me pudrí. Encima con vos, cabezón, voy y vengo ochenta veces: que cambiá la yerba, que cortito como patada de chancho, que lavate y cagate. El matismo no es lo mío.
Así le contestaba yo y él se reía y cuando Migue se reía, a mí, se me iluminaba la vida porque no hubo nadie, ni antes ni después, que supiera con tanta exactitud como era, como soy.

No voy a decir toda la verdad. Voy a decir sólo una parte: Miguel fue el segundo hombre más importante de mi vida. Fue mi padre y mi hermano, mi compañero inseparable, mi novio de mentira, mi guardaespaldas, mi confidente, el que me hacía escuchar música nueva y sabía exactamente qué música me iba a gustar.
Era el que me adivinaba, cuando yo, que siempre fui como fui siempre, le hacía un chiste de humor negro, de esos que dan asco y que cualquiera responde con un “qué bestia, no digas esas cosas, animal”.
Él sabía y lo sabía sin que yo se lo hubiese dicho, que esa era la única forma que tenía de defenderme de la adultez que me habían cargado en la espalda mucho antes de que mi espalda fuese lo suficientemente fuerte, porque me entendía bien; mejor que cualquiera.
Entonces, me abrazaba.
Cuando yo decía una barbaridad, Miguel me abrazaba y me decía que me quería y que era linda y que no sabía que iba a hacer, si un día, por un novio o una novia, nos separábamos para siempre. Y yo, que nací boca sucia, me ofendía y le decía bajito, cerca del oído, que no había tajo ni pija capaz de una cosa así.
Y lo hacía reír, porque si Miguel se reía, mi vida era mejor. Mucho mejor.

Nadie se explicaba bien qué era Miguel para mí. Nadie creía que sólo fuese un amigo. Miguel se tiraba a dormir la siesta conmigo y éramos un enredo de piernas y brazos. Nadie sabía qué era yo para Miguel: la novia, la transa, la minita. Algunos decían que éramos raros; otros, que en cualquier momento, nos íbamos a enamorar. Pero se equivocaban y cómo.
Nadie, salvo mi familia, sabía que Miguel estaba solo en todo el puto inmenso mundo y que lo único que tuvo –además de mí, que podía arrancarle los ojos a cualquiera que se animase a hablar mal de él, a puro filo de lengua- fue una abuela que sólo hablaba en italiano, y que lo dejó cuando apenas tenía catorce años en una casa demasiado grande y vacía, dos años después de que mi vida cambiara radicalmente. Ya éramos amigos.
Amigos desesperados, pisando la adolescencia, criando y criándose solos, como los chicos de Dickens.
Y entre todo eso, éramos felices o algo así. Yo hacía su tarea de Lengua y Literatura. Él, todos mis ejercicios de matemática, física y química.
Miguel, mi Miguel, era parte de mi familia. Era mi hermano mayor y el hermano de mis hermanas. El que ayudaba a mí mamá con las bolsas, cuando la esperaba en la esquina a que bajara del colectivo, después de trabajar todo el día, y le decía: soltá, soltá que yo te las llevo.
Bailó el vals de los quince conmigo y con mis hermanas cuando les tocó y si nunca terminó de mudarse con nosotras fue porque siempre prefirió dormir en la cama grande, abrazado al echarpe que todavía conservaba el olor de su abuela.
Si vos no te dedicas a escribir, sos una tarada. No pierdas el tiempo, me dijo cuando terminamos el secundario.

Quizás, los años hayan pasado demasiado rápido. Quizás, hayamos sido adultos desde muy temprano. Quizás, la vida tuvo que ser así.
A los veintiuno, liberado de la custodia de un tío que sólo se limitó a firmar la tutela siete años antes pero nada más, Miguel vendió la casa de la abuela y pasó su última semana en Buenos Aires, viviendo conmigo, con nosotras.
Dije la frase mágica toda esa última semana por última vez en mi vida. Y cada vez que me tocaba el mate, le pedía que sacara fotos, que llamara, que escribiera, que no se olvidara de escribir, que yo iba a esperar una carta todos los meses, un llamado, cada tanto. Y que se cuidara de las minas, que eligiera bien, que yo no iba a estar ahí, con mi espíritu de bruja para decirle “con ésta, no”.
Es un rato, nada más. Un rato y vuelvo. Vas a ver que ni me vas a extrañar, me dijo en Ezeiza mientras revisábamos, por décima vez, el pasaporte y el pasaje.
Cuando llegó la hora, nos abrazamos. Lloré. Lloró. No sé si volví a abrazar a alguien de esa manera, alguna otra vez.
Volvé, le pedí y fue la primera vez que tuve que pedirle algo.
Vuelvo, vuelvo. Siempre voy a estar con vos, me dijo.
Cuando subió la escalera, me miró y sonrió y el aeropuerto se iluminó o me gusta recordarlo así.
Esa fue la última vez que lo ví.
Llamó y escribió durante un año. Y los primeros meses del año siguiente. Y después, fue un silencio largo. Me enojé tanto con él que no volví a tomar mate.
En septiembre, alguien llamó para avisarme, para avisarnos.

Miguel no conoció a ninguno de mis novios. No me vio saltar de carrera en carrera.
No se enteró de la cantidad de veces que lo busqué en otros amigos y en amigos nuevos, de todos los intentos que hice por encontrarlo en otros cuerpos, en otras caras, en otras voces ni de las veces, en que todavía, cuando paso por donde vivíamos, tengo la esperanza de que salga de su casa y me diga “viste, tonta, qué te dije, era un rato nada más”.
A lo mejor por eso, en noches como esta, cuando lo veo en las fotos, pienso que va a entrar, después de todo este tiempo y me va a contar por donde estuvo, qué cosas vivió y cómo es el lugar donde está ahora.
Después, yo voy a decir la frase mágica.
Él va a pegar un salto de la silla y va a prender la hornalla y con el fuego de la hornalla va a encender dos cigarrillos: uno para mí y otro para él. Vamos a bailar nuestra música apenas un rato, antes de que el agua se hierva.
No va a hacer falta que le cuente nada porque cuando se me anude la garganta, como ahora, me va a abrazar y me va a decir que me quiere y que soy linda. Y yo, yo le voy a decir cuánto lo extraño.

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