Todo se le ocurrió cuando lo vio sacarse la corbata.
El disco sonaba desde hacía rato y se sabía el tema de memoria.
Se puso la corbata que había quedado sobre la cama.
Encima de la camiseta blanca que usaba para dormir, ella se puso la corbata y lo esperó.
El, que había llegado destruido de trabajar, se daba una ducha para sacarse el olor del día.
Salió envuelto en el toallón, como siempre, goteando y mojando el piso, dejando las huellas de sus pies, marcadas en el espinapez del parquet.
La vio. Sonrió. Ella estaba de espaldas, jugando con el control remoto del equipo de audio. Lo escuchó sentarse sobre la cama y disparó play.
La música ocupó toda la habitación.
La música y ella que cantaba, casi como proposición, que si él quería un amante, ella haría cualquier cosa que él pidiese; que si buscaba otra clase de amor, usaría una máscara, en la fonética más horrible que alguien pudiese escuchar y él largó la carcajada.
La vio moverse mientras se secaba el pelo.
La vio sentarse en una silla, con el pantalón que le quedaba grande, la camiseta y la corbata.
Ella encendió un cigarrillo.
El recordó cuando la conoció.
La mujer más tremendamente mala e inofensiva que había visto. Todo lo decía con los ojos. Estaba cansada o triste o se sentía inmensamente sola y eso, todo eso junto, se le escapaba por la miraba. Y coincidía con algo que el venía apretando debajo de la camisa.
No pudo dejar de recordar cuando la conoció, entre un gentío impensado de desconocidos apenas unos meses antes de esa noche.
Ella pitaba y repetía lo que decía la canción. Cerraba los ojos y abría la boca para dejar salir la fónetica de otro idioma y decirle que si un día quería pegarle con rabia, ella estaba ahí.
El la miraba pero no la veía. O mejor, la veía y veía todas las otras ellas, que la ella que ahora cantaba, llevaba a cuestas: la maldita, la divertida, la chica Dickens, el carlitos de la barra de la esquina, la madre, la amiga, la infecciosamente encantadora mujer de la que, no se explicaba bien cómo, cuándo y por qué, empezaba a sentirse enamorado, enamorado como en las películas. Esa clase de cosa que nunca pasa en la vida real.
Pero ella seguía cantando y si él quería que ella fuese un médico, revisaría cada pulgada de su cuerpo, y si quería que fuese la madre de su hijo, ella estaba ahí. Era ella.
Y él entendió, después de recordar la primera noche que durmieron juntos -cuando ella confesó que nunca había necesitado a nadie, que se arreglaba sola para todo, como siempre, como muchas otras-, que el mensaje era tan claro que ni siquiera hacía falta decirlo en el idioma habitual o con la pronunciación correcta.
Porque hasta le prometía volverse invisible si él quería caminar solo por la calle o si necesitaba un boxeador, ella subiría al ring.
Sí sólo la quería para dar una vuelta,bueno... era ella. Ella.
I'm your man, dijo. Y lo dijo tan fuerte que lo sacó del recuerdo.
Si querés, terminó de ofrecerle y aplastó con fuerza la colilla sobre el vidrio del cenicero.
La música desapareció y la habitación se llenó de unos minutos de silencio.
Y él pensó que no era capaz de decir que ella era la mujer que más había querido o que la quisiera mejor que a otras que quiso, pero supo que nunca la olvidaría.
Y sólo respondió un sintético, concreto y lacónico sí que desgarró el silencio de la habitación.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
El suspiró. Después de todo, era un hombre enamorado.
Esa noche estuvieron bien.
Ahora, no importa como fueron las noches siguientes.
Esa noche estuvieron bien.
Porque a veces, toda la vida se concentra en una sola noche.
Porque a veces, algunas noches tienen final feliz.
Porque todos se merecen un final feliz aunque sólo sea por una noche o una vez en la vida.
El disco sonaba desde hacía rato y se sabía el tema de memoria.
Se puso la corbata que había quedado sobre la cama.
Encima de la camiseta blanca que usaba para dormir, ella se puso la corbata y lo esperó.
El, que había llegado destruido de trabajar, se daba una ducha para sacarse el olor del día.
Salió envuelto en el toallón, como siempre, goteando y mojando el piso, dejando las huellas de sus pies, marcadas en el espinapez del parquet.
La vio. Sonrió. Ella estaba de espaldas, jugando con el control remoto del equipo de audio. Lo escuchó sentarse sobre la cama y disparó play.
La música ocupó toda la habitación.
La música y ella que cantaba, casi como proposición, que si él quería un amante, ella haría cualquier cosa que él pidiese; que si buscaba otra clase de amor, usaría una máscara, en la fonética más horrible que alguien pudiese escuchar y él largó la carcajada.
La vio moverse mientras se secaba el pelo.
La vio sentarse en una silla, con el pantalón que le quedaba grande, la camiseta y la corbata.
Ella encendió un cigarrillo.
El recordó cuando la conoció.
La mujer más tremendamente mala e inofensiva que había visto. Todo lo decía con los ojos. Estaba cansada o triste o se sentía inmensamente sola y eso, todo eso junto, se le escapaba por la miraba. Y coincidía con algo que el venía apretando debajo de la camisa.
No pudo dejar de recordar cuando la conoció, entre un gentío impensado de desconocidos apenas unos meses antes de esa noche.
Ella pitaba y repetía lo que decía la canción. Cerraba los ojos y abría la boca para dejar salir la fónetica de otro idioma y decirle que si un día quería pegarle con rabia, ella estaba ahí.
El la miraba pero no la veía. O mejor, la veía y veía todas las otras ellas, que la ella que ahora cantaba, llevaba a cuestas: la maldita, la divertida, la chica Dickens, el carlitos de la barra de la esquina, la madre, la amiga, la infecciosamente encantadora mujer de la que, no se explicaba bien cómo, cuándo y por qué, empezaba a sentirse enamorado, enamorado como en las películas. Esa clase de cosa que nunca pasa en la vida real.
Pero ella seguía cantando y si él quería que ella fuese un médico, revisaría cada pulgada de su cuerpo, y si quería que fuese la madre de su hijo, ella estaba ahí. Era ella.
Y él entendió, después de recordar la primera noche que durmieron juntos -cuando ella confesó que nunca había necesitado a nadie, que se arreglaba sola para todo, como siempre, como muchas otras-, que el mensaje era tan claro que ni siquiera hacía falta decirlo en el idioma habitual o con la pronunciación correcta.
Porque hasta le prometía volverse invisible si él quería caminar solo por la calle o si necesitaba un boxeador, ella subiría al ring.
Sí sólo la quería para dar una vuelta,bueno... era ella. Ella.
I'm your man, dijo. Y lo dijo tan fuerte que lo sacó del recuerdo.
Si querés, terminó de ofrecerle y aplastó con fuerza la colilla sobre el vidrio del cenicero.
La música desapareció y la habitación se llenó de unos minutos de silencio.
Y él pensó que no era capaz de decir que ella era la mujer que más había querido o que la quisiera mejor que a otras que quiso, pero supo que nunca la olvidaría.
Y sólo respondió un sintético, concreto y lacónico sí que desgarró el silencio de la habitación.
A ella se le llenaron los ojos de lágrimas.
El suspiró. Después de todo, era un hombre enamorado.
Esa noche estuvieron bien.
Ahora, no importa como fueron las noches siguientes.
Esa noche estuvieron bien.
Porque a veces, toda la vida se concentra en una sola noche.
Porque a veces, algunas noches tienen final feliz.
Porque todos se merecen un final feliz aunque sólo sea por una noche o una vez en la vida.
2 comentarios:
Efecto dominó en el arte.
Posiblemente quien compuso y quien cantó la canción nunca sepan que inspiraron este cuento. Es una lástima, porque se me hace que estarían más que satisfechos.
Y quién sabe qué otras obras se estén generando a partir de acá.
Que poder que tenés para ver las cosas, nena.
Te quiero mucho!!
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