Querido, duermo poco, duermo mal. Sangre. Sueño con sangre. Que me sale sangre, que piso sangre, que veo sangre. Mierda. Rojo sangre. Bolsas de sangre que cuelgan de caños plateados. Asocio, como con todo: cambio de sangre, te cambia la sangre, te da vuelta la sangre. Algo así. Incoherencias de cualquier hora porque da igual, a veces, si es de día o de noche.
Sueño que tengo fiebre. Cuarenta grados, a lo mejor, más. Me despierto y me toco la frente. Tengo sueños demasiado verosímiles. Me asusto. Viste como soy. Me asusto fácil. No parece, ya sabés: me gusta hacerme mala fama.
No hay santo al que prenderle velas, ni promesas a cumplir o cumplidas. Hay que esperar y viste como me pone la espera, Miguel. Me mata la incertidumbre. Entonces camino y camino, Juanito, el caminador.
En Charcas y Bulnes, había un hombre tirado sobre lo que parecía ser una de esas cosas del gas. No te dabas cuenta si estaba vivo o muerto o si dormía. Estaba ahí, tirado.
La gente salía de la panadería de la esquina, lo miraba y seguía de largo. El tipo ahí, como si se hubiese desmayado o caido. Un tipo enorme, como una ballena, con la remera más chica de lo que necesitaba y la barriga al aire.
Yo caminaba revuelta, mareada, pensando en lo que pasó, en lo que pasa, cantando, tapando el ruido que me hace la cabeza con la música y lo ví ahí: el tipo tirado, la panza al aire, sucio, ni vivo ni muerto ni dormido.
Me quedé mirándolo un rato como cuando miro a la preciosura dormir, y me fijo que se le mueva la panza. Al tipo no se le movía la panza. Y la gente pasaba y paseaba perritos que seguro, seguro estaban mejor comidos que ese tipo que tenía el tamaño de una ballena y se despatarraba sobre esa cosa del gas. Y una chica que esperaba el 111, lo miraba de reojito y se agarraba de la cartera fuerte. La chica le tenía miedo al tipo, que no sabías si estaba vivo o muerto o dormido o borracho o desmayado. Y yo los miraba a los dos.
Cerré los ojos. Di un paso. Y otro más. Y me agaché un poco y pensé que esperaba que no estuviera frío. Le toqué el hombro al tipo, despacio y me moví hacia atrás, por las dudas. Una trompada es lo último que necesito estos días.
Una mujer mayor me gritó "No lo toques", me gritó desesperada, como si el tipo me fuera a contagiar alguna cosa terrible por tocarle el hombro con la mano. No pude sentir si estaba frío o no, por el grito de la mujer, que me asustó más que el tipo medio vivo, medio muerto.
Salió el vigilancia de la torre. Me miró. Me preguntó si me había hecho algo. Yo pregunté quién. Ése, dijo y lo señalo así, con el mentón. Dije que no con la cabeza.
Hace mucho que está acá, le pregunté al vigilante. Ni idea, me dijo. A lo mejor, estuvo todo el día. Recién lo veo. Te vi a vos.
Claro, pensé, yo podría ser vecina y el tipo ballena medio muerto, medio vivo, medio dormido, medio invisible, nos afea el barrio. Le toqué el hombro otra vez.
Y entreabrió los ojos y el tipo ballena era un pibe que, a lo mejor, Migue, tenía veinticinco años como mucho. No me miró mal. Me miró. Y creo que se asustó un poco por todo.
Te sentís bien, le pregunté. Sí, dijo y se pasó la mano por los ojos. Seguro, le pregunté. Sí, me senté un rato, estaba reventado. Llamaron a los ratis, me preguntó. Dije que no.
Comiste, le pregunté. Sí, me dijo y se sentó sobre ese coso de mierda que no sé como se llama, que le marcó toda la espalda y le dejó el logo del gas marcado en el brazo. Qué comiste, le dije.
Mate.
Eso me dijo. Mate.
Quedate acá, le pedí. Y entré a la panadería que estaba justo justo enfrente del hombre-chico ballena y le compre unas empanadas y una botella de seven up, y un kilo de pan y no sabía qué más comprarle. Porque no había con qué comprar. No hay con qué comprar lo que ese tipo-chico ballena necesita, Migue. Me desespera.
Me volví con la bolsa. Se la dí. Me dijo que andaban los hijos por ahí. Me los señaló. Y yo le sonreí pero más por no llorar que por otra cosa. Pero no llorar de lástima, llorar de bronca, de no poder cagarme a trompadas con el vigilante, de no tirarle de los pelos a la vieja, a las putas vendedoras de la panadería, a la chica de la cartera.
No le tenés que dar a estos, me dijo un viejo. Están acostumbrados a que les den. Y la ligó el viejo, por hijo de puta.
La plata es suya, le grité. La plata es mía, carajo, qué se mete.
Y el tipo-chico ballena se rió del viejo y a mi me gustó que se riera, porque la concha de su madre, alguna vez tiene que ser así.
Gracias, señorita, me dijo el tipo-chico ballena mientras yo me iba y le hacía un saludo con la cabeza mientras me ponía los auriculares.
A mitad de cuadra inauguraban un negocio de pelotudeces gastronómicas. La gente tomaba vino no sé cuanto, en vasos de plástico. A los costados del negocio esperaban dos mujeres con bolsas de esas de tela para juntar los vasos que los otros iban a tirar cuando pasaran al queso de cabra con finas hierbas. La molestia no es que coman queso de cabra, Miguel; lo molesto es el contraste, lo molesto es que a los que no comen queso de cabra no los vean o les tengan miedo. Es para empezar a los gritos.
Estaba por cruzar Güemes, me frenó el semáforo. Vos viste lo cagona que soy con el tránsito. Y la música al taco retumbando en la cabeza. Y que más de una vez sueño que me llevan por delante cuando cruzo y que vuelo por el aire y que escucho el ruido cuando me caigo sobre el asfalto: slup y el sonido se detiene. Estaba con eso, con los sueños que sueño cuando sueño. Ahí metida, en lo que no le cuento a nadie o a cualquiera. Los oídos tapados, los ojos abiertos pero mirando para adentro, muda.
Algo áspero me tocó la mano. Me tiró de los dedos. Bajé la vista y un pibito chiquito me decía algo. Sí, la cara sucia y todo lo real que los que saben escribir transformaron en un cliché literario: mocos, mugre, descalzo. La calle, Migue. La mugre, la basura. La basura tiene el mismo olor a mierda en todos los barrios, viste.
Le hice seña al pibito para que esperara, me saqué el auricular. Qué, le pregunté.
Que tomá. Dice mi papá que Dios te bendiga, me dijo el pibito y me señaló para atrás mío. Di vuelta la cabeza y el tipo-chico ballena más vivo que muerto, esperaba al pibito. Metí la mano en el bolsillo, te juro que metí la mano en el bolsillo y le hubiese dado todo lo que tenía encima. Pero el tipo me hizo que no, y le silbó al pibito que se volvió al lado de él, corriendo.
Miré mi mano. Un cartón plastificado, todo sucio y doblado, con un calendario del 2003, dejaba ver todavía, la imagen de San Cayetano. Un San Cayetano para mí. Justo ahora. Es un milagro, no te parece, Migue. A mí me pareció un milagro. El milagro chiquito que siempre le pido a Dios.
Crucé la calle y el pibito y su papá se volvieron al lugar donde yo había estado mirando si el tipo ballena estaba vivo, muerto o dormido.
Por Santa Fe, las botas cuestan 350 pesos. Y la basura se amontona en las esquinas, donde a veces, se tiran los pibes a dormir mientras esperan que los encargados saquen las bolsas. Los colectivos les pasan finito pero ellos están ahí, arriba de los carros vacíos y vos los mirás y no sabés si están vivos o muertos o dormidos. Pero están vivos. Aunque nadie los vea, ni los toque.
Yo no me puedo quejar, Miguel. Ni en mi peor escenario, me puedo quejar. No tengo derecho. Tengo mi San Cayetano en la billetera. Mi milagro chiquito de hoy.