"Todo era demasiado, así de sencillo. Yo estaba desbordado"
Lección de alemán - Siegfrid Lenz
El domingo tuve, después de mucho tiempo, un ataque de pánico. Esta vez, no lo vi venir. En general, cuando siento la primera alarma, algo que me dice "se viene, se viene", salgo corriendo a tomarme mis gotas espantaataques y santo remedio. Esta vez, no creí que fuera a llegar. Pensé, siempre pienso, que lo iba a poder dominar. Y no pude. Y llegó la taquicardia y los temblores y la respiración entrecortada y el llanto. Y las ganas de hacerme una bolita tan chiquita que, comprimiéndome sin parar, pudiese llegar a desaparecer(me) del todo, de este mundo.
El ataque me duele a mí. No digo que a todo el mundo le duela. Creo que no le duele a todo el mundo. Yo siento dolor. Pero es un dolor inexplicable. No es en el brazo o en el estómago. Es en el cuerpo. En todo el cuerpo.
Hacía unos cuantos meses que no tenía un ataque. Tuve uno mientras Paulina estaba internada. Creo que por cabezona, lo controlé. No me podía dar el lujo de desbordarme en el rato en que había cambio de enfermeras.
Cuando Paulina murió, yo hice lo único que sé hacer: aguanté. Me aguanté todo lo que pude las ganas de gritar y de putear y de romper todo. Me reconcentré, me metí para adentro. Si algo no iba a hacer para despedirme de Paulina (nunca me despedí, nunca me despido) era enloquecerme. Se lo debía a ella. Le debía estar más cuerda que nunca. Destrozada pero con los ojos y la cabeza acá, en donde estaba pasando todo.
Después, fue seguir aguantando. De otra manera, pero aguantando. Despertarme cada día y sobreponerme. Todos los días. Como si cada día fuera el primero. Todavía lo es. Y no, todavía no puedo explicar qué se siente cuando se te muere un hijo. No tengo palabras. Y creo que es eso: la muerte de un hijo es silencio. El más profundo y terrible silencio. Vacío. Existencial y todos los otros vacíos que a uno se le puedan ocurrir.
¿A quién le explico todo esto? Me lo explico a mí. Me explico a mi misma cómo es que después de todos estos meses, me agarró el ataque, no lo pude ver venir, no lo pude confrontar, no lo pude controlar. Simplemente, no pude.
Porque a veces, no puedo. Nada más que eso: no puedo, no me da el cuero.
El ataque es como una catástrofe meteorológica. Llega, te hace mierda y después, con el tiempo, va desapareciendo. Como un tsunami o un terremoto. Después del ataque, hay que volverse a armar. Uno queda extenuado. La fuerza desaparece por un rato largo. El cuerpo queda como si le hubiesen dado una paliza sin fin. Pero uno no puede darse el lujo de esperar hasta recuperar la fuerza. Cuando uno decide que no tiene más remedio que seguir viviendo, no puede ponerse a esperar. Hay que empezar a reconstruir, a rearmar, con la atención dividida entre recuperar(se) y prestar atención a las alarmas que manda el cuerpo. Y si aparece la ansiedad, otra vez, a rajar a tomar el santo remedio. Hay que estar vigilante. Y hay que reaccionar rápido.
Es mucho esfuerzo y muchas veces, me pregunto para qué me esfuerzo tanto. La única respuesta que encontré hasta ahora es que, a pesar de todo, tengo la secreta esperanza de que algún día, las cosas van a estar mejor. Que el cuerpo va a estar tranquilo, la cabeza ordenada y el corazón cicatrizado. Mientras tanto, no queda otra que hacer lo que se pueda. Aunque no sea lo mejor que se pueda hacer.
Hay que seguir haciendo.
Si uno no hace, está frito, che.
Y bueno, eso: hago lo que puedo.
Como puedo.
Cuando puedo.
1 comentario:
Para variar, ni siquiera puedo imaginarme que es un ataque de pánico. He tenido violentos cagazos inexplicables; recuerdo algunos particularmente grandes estando en la pubertad y dos o tres de grande, uno de los cuales no hace tanto.
Supongo que no fueron graves porque con el miedo me pasa como con el hipo: me agarra desprevenido y no importa qué esté haciendo en ese momento, todo mi ser se aboca a cortarlo.
Si me pongo a pensar, el miedo es bastante racional, contra lo que todos piensan. Lo sé porque para exorcizar el miedo no uso ninguna armadura lógica: apenas me lleno de inconsciencia lisa y pura, más fuerte según es el miedo, hasta que me anestesia, hasta que me creo un tarzán de maceta invulnerable. Es como una droga que me impide tomar real consciencia de lo malo que es vivir. En el fondo, lo sé bien, a mí me asusta todo; decidí que para vivir tenía que ser un inconsciente. Mal no me va.
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