lunes, 29 de marzo de 2010

Bautismo

sigo contando acá, casi por inercia.
El sábado al mediodía, bautismo de mi segunda preciosura. Iglesia. Celebración un poco larga, para mi gusto.
La gente hablando, nadie le da pelota a nada.
En la celebración, piden especialmente por Paulina. No lo esperaba, casi me largo a llorar pero me contuve.
Mi fobia social contenida.
Después, ir al festejo del primer año del hermoso y ver bailar a los chicos. Correrse de delante del fotógrafo para que pueda hacer su trabajo.
Cortando clavos, logro llegar casi intacta al final de la fiesta. Es un hecho: no disfruto las celebraciones familiares. Las padezco.
Gracias a Dios, empezamos a saludar para poder irnos. Y cuando estoy saludando, una pariente política de mi hermana, ni bien me ve avanzar hacia ella, dice:
POBRECITA. POBRECITA ESTA CHICA.
La pobrecita soy yo. Odio que me digan pobrecita. Odio que me tengan lástima.
Estuve toda la tarde con una pelota en la garganta. Pero no se lo dije a nadie.
Cada vez que hay una reunión con bebés, se evidencia la falta de mi hijita. Tampoco se lo digo a nadie, para qué.
Después de unas horas de descanso en casa, salimos hacía el cumpleaños de una querida amiga. El cumpleaños estuvo bien, mi fobia social se mantuvo a raya. Nos divertimos y por un rato, la pelota de la garganta desapareció. Hasta el final de la noche, que me apareció de nuevo pero lo disimulé. Porque soy buena disimulando. Me sale bien, ya lo dije muchas veces.
Pero el esfuerzo de disimular que había tenido un día difícil, me deja extenuada. Y a veces, cuando me pasa, me gustaría poder refugiarme en alguien querido, aunque sea un rato. Pero siento que me pongo densa y que cualquier destinatario de mi refugio emocional puede enojarse por el simple hecho de acercarme.
Y entonces, me enojo conmigo, más que con nadie, por tener esta necesidad de apoyo, de refugio en los otros. Por esta necesidad de tener, siempre ultimamente, un hombro amigo en el que recostarme. Y me reprendo con dureza por hacerlo.
En las malas, casi siempre, estamos solos. Y hay que aprender a andar con esa soledad.
Hace rato que pasé por el bautismo de soledad.
Pero todavía no me acostumbro.
Tendrá que pasar más tiempo.
O tendrá que ocurrir algo diferente.
En fin, ha pasado un fin de semana más.
Como no puede ser de otra manera, el domingo me acercó su bajón.
Pero quizás sea el cansancio, nada más.
Quizás.

viernes, 26 de marzo de 2010

Así

Como cuando jugás a ver cuánto aguantás debajo del agua y sentís que ya no podés aguantar mucho más. Así, igual. No todos los días ni todo el tiempo pero sí algunos días y unos ratos de los más largos.
Así.
Como cuando te enroscás en la sábana, mientras estás durmiendo y no te podés desenroscar.
Así.
Como cuando soñás que estás encerrado en un ascensor y las horas pasan y pasan y pasan.
Así.
Como cuando eras chiquito y te ponían una polera. Ese microsegundo entre que la cabeza pasaba por el cuello y salía. Así.
No es asfixia. No es incertidumbre.
Es desesperación.
Por lo que va a venir, por lo que va a pasar, por lo que vas a hacer. Desesparación de futuro.
Desesperar.

A mí me gustaba escribir acá, cuando no sabía quién leía esto. Venía acá, vomitaba letras, muchas veces sin sentido. Sensaciones más que oraciones. Desde que soy consciente de que esto se lee, se interpreta, en fin, desde que sé que hay ojos que me miran... me cuesta mucho ser yo escribiendo.
Supongo que a nadie le gusta vomitar en público y no soy la excepción.
Y pienso seriamente en desaparecer. A lo mejor, por un tiempo. A lo mejor, para siempre.
Finalmente, ¿a quién le importa mi vida más que a mí?
Supongo que a nadie. Aunque el morbo de escarbar la vida ajena nunca deja de ser atractivo, hay una parte, aunque sea mínima, que prefiero cuidar. He contado casi todo. He contado lo peor que me pasó.
No estoy muy segura de haber hecho bien en escribirlo.
No estoy muy segura de nada.
Quizás haya que borrarlo todo.
Puede que sí.

Maldito insomnio que no me deja parar de pensar.



miércoles, 17 de marzo de 2010

Ataque

"Todo era demasiado, así de sencillo. Yo estaba desbordado"
Lección de alemán - Siegfrid Lenz


El domingo tuve, después de mucho tiempo, un ataque de pánico. Esta vez, no lo vi venir. En general, cuando siento la primera alarma, algo que me dice "se viene, se viene", salgo corriendo a tomarme mis gotas espantaataques y santo remedio. Esta vez, no creí que fuera a llegar. Pensé, siempre pienso, que lo iba a poder dominar. Y no pude. Y llegó la taquicardia y los temblores y la respiración entrecortada y el llanto. Y las ganas de hacerme una bolita tan chiquita que, comprimiéndome sin parar, pudiese llegar a desaparecer(me) del todo, de este mundo.
El ataque me duele a mí. No digo que a todo el mundo le duela. Creo que no le duele a todo el mundo. Yo siento dolor. Pero es un dolor inexplicable. No es en el brazo o en el estómago. Es en el cuerpo. En todo el cuerpo.

Hacía unos cuantos meses que no tenía un ataque. Tuve uno mientras Paulina estaba internada. Creo que por cabezona, lo controlé. No me podía dar el lujo de desbordarme en el rato en que había cambio de enfermeras.
Cuando Paulina murió, yo hice lo único que sé hacer: aguanté. Me aguanté todo lo que pude las ganas de gritar y de putear y de romper todo. Me reconcentré, me metí para adentro. Si algo no iba a hacer para despedirme de Paulina (nunca me despedí, nunca me despido) era enloquecerme. Se lo debía a ella. Le debía estar más cuerda que nunca. Destrozada pero con los ojos y la cabeza acá, en donde estaba pasando todo.
Después, fue seguir aguantando. De otra manera, pero aguantando. Despertarme cada día y sobreponerme. Todos los días. Como si cada día fuera el primero. Todavía lo es. Y no, todavía no puedo explicar qué se siente cuando se te muere un hijo. No tengo palabras. Y creo que es eso: la muerte de un hijo es silencio. El más profundo y terrible silencio. Vacío. Existencial y todos los otros vacíos que a uno se le puedan ocurrir.
¿A quién le explico todo esto? Me lo explico a mí. Me explico a mi misma cómo es que después de todos estos meses, me agarró el ataque, no lo pude ver venir, no lo pude confrontar, no lo pude controlar. Simplemente, no pude.
Porque a veces, no puedo. Nada más que eso: no puedo, no me da el cuero.


El ataque es como una catástrofe meteorológica. Llega, te hace mierda y después, con el tiempo, va desapareciendo. Como un tsunami o un terremoto. Después del ataque, hay que volverse a armar. Uno queda extenuado. La fuerza desaparece por un rato largo. El cuerpo queda como si le hubiesen dado una paliza sin fin. Pero uno no puede darse el lujo de esperar hasta recuperar la fuerza. Cuando uno decide que no tiene más remedio que seguir viviendo, no puede ponerse a esperar. Hay que empezar a reconstruir, a rearmar, con la atención dividida entre recuperar(se) y prestar atención a las alarmas que manda el cuerpo. Y si aparece la ansiedad, otra vez, a rajar a tomar el santo remedio. Hay que estar vigilante. Y hay que reaccionar rápido.


Es mucho esfuerzo y muchas veces, me pregunto para qué me esfuerzo tanto. La única respuesta que encontré hasta ahora es que, a pesar de todo, tengo la secreta esperanza de que algún día, las cosas van a estar mejor. Que el cuerpo va a estar tranquilo, la cabeza ordenada y el corazón cicatrizado. Mientras tanto, no queda otra que hacer lo que se pueda. Aunque no sea lo mejor que se pueda hacer.
Hay que seguir haciendo.
Si uno no hace, está frito, che.
Y bueno, eso: hago lo que puedo.
Como puedo.
Cuando puedo.


jueves, 4 de marzo de 2010

La mujer más feliz del mundo

Fue un día como hoy pero hace un año.
A las 8 de la mañana, estaba en el quirófano, después de haber pasado toda la noche en terapia intensiva. Mi presión había escalado a 210/130 y no había otra que ir a cesárea. 27 semanas de gestación.
Estaba muerta de miedo. A pesar de la peridural, las piernas no me dejaban de temblar.
Vas a sentir un pinchazo, me dijeron, pero yo no sentí nada.
Los médicos hablaban demasiado fuerte para mi gusto. Pablo estaba al lado mío. Con cofia, y camisolín. Lo único que podía ver era el techo y su cara. Sentía su mano agarrando la mía.
No entendía lo que decían los médicos. No entendía nada. Miraba las luces del techo del quirófano y si levantaba un poco la cabeza, veía una especie de teloncito verde que tapaba lo que estaban haciendo en mi cuerpo.
Pero ya no sentía el cuerpo. Era como si fuese de trapo y aunque sentía que abrían y movían algo, adentro mío, no parecía una parte de mí.
Creo que dije que me dolía. Algo de lo que estaban haciendo, un tirón, no sé, alguna cosa. Me duele, dije. Y el médico que me atendía durante el embarazo me dijo: Ya terminamos.
Me duele, volví a decir.
Ya nace, ya nace, dijeron. ¿Cómo le van a poner?
Paulina, dijimos los dos.
Bueno, a las 9.05 de la mañana del 4 de marzo de 2009, nació Paulina.
Es hermosa, me dijo Pablo.
Con mucha dificultad, levanté la cabeza para verla. Y sí, era hermosa. Hermosa como no había visto nunca.
Respira sola! dijeron los médicos.
¿Está bien? pregunté. ¿Paulina está bien?
Está bien, me dijeron. Es muy chiquita pero está bien.
Lloré un poco. Lloramos, Pablo y yo. De alegría.
Tengo mucho sueño, dije. Y me quedé dormida.
Cuando me desperté, ya estaba en la habitación. Paulina estaba en neo, estaba estable y era la forma que tenían de decirme que estaba bien.
Desde ese día hasta el 13 de agosto del 2009, mi vida tuvo una sola y única razón: ella.
Y cada día que la tuve conmigo, desde el mismo minuto en que nació, fui la mujer más feliz del mundo.
Y no me canso de agradecerle cada día, dejarme ser su mamá, aunque no estemos juntas como todas las mamás con sus nenas.
Y bueno, eso.
La extraño todos los días.
Y hoy es un día muy triste pero es un día muy querido.
Porque nació mi corazón.
Mi corazón conmigo, todos los días, todo el día.

El resto no importa. El resto es otra historia.

Feliz cumpleaños, Paulina, donde quiera que estés.