Afuera hay una fiesta. Hay música y chicas cantando. No suena a que es mucho más lejos que dos pisos más abajo de donde estoy, ahora, escribiendo. Escribo sin saber muy bien hacia donde voy a ir. Fue y es, un sábado raro.
Estuve con dolor de cabeza todo el día. Dolor de cabeza e inquietud. Una inquietud tramposa que llegó el viernes a la noche, justo antes de salir a encontrarme con una gente que aprecio.
Es algo que me pasa desde hace un tiempo. Cada vez que tengo que ir a una reunión, un cumpleaños o lo que sea, donde sé que va a haber gente y que tengo que interactuar, nomás salgo de casa, me agarra una especie de taquicardia, una especie de angustia, no puedo explicarlo bien.
Una sensación de estar en peligro me toma el cuerpo. Volvería corriendo a mi casa, me metería en la cama y me taparía hasta la nariz, si no fuera la cabezona que soy, que se obliga a no obedecer a esos impulsos primitivos.
Y es algo loco, porque voy porque quiero y porque sé que la voy a pasar bien. Pero el "antes" se me hace insufrible.
Cuando llego, después de darme una perorata mental de no-puede-ser-que-te-pongas-así, me compongo. Aprendí que con los años, me las arreglo bastante bien para disimular. Hay que tener el ojo muy entrenado y conocerme mucho para notar que desde que salí de mi casa, la estoy pariendo.
Entonces, cuando llego a destino, toda esa inquietud, ese miedo irracional, la traduzco en comentarios sarcásticos y medio malditos que intentan ser graciosos o en alguna payasada, que siempre me salen, cuando estoy muy muy nerviosa.
Nadie diría que antes de salir, estuve al borde de las lágrimas. Ninguno de los presentes sospecharía que, las últimas dos veces que los vi, fui llorando todo el viaje. Y hacen muy bien, porque no es por ellos. Soy yo.
En fin, que paso unas horas ahí, tratando de hacerme la graciosa o de hacer reír a los presentes. Y lo paso bien. Me entretengo, me divierto. Nunca del todo, siempre con el satélite prendido, vigilante.
Cuando me voy, repaso una a una todas mis intervenciones de la noche. Me reprocho. No debí haber dicho esto. No debí haber hecho lo otro. Aquel tenía cara de orto, le habré caído mal. Equis me esquivó la vista, se habrá enojado? Y así, con todo. En fin, que no me doy paz. Ni un segundo. Nunca.
Y pienso, porque pienso mucho al respecto del disfrute en este tiempo, por qué no me dejo en paz.
Por qué son tan importantes para mí, las reacciones de los otros, lo que los otros dicen, lo que los otros se callan. Por qué espero contentarlos a todos y caerles bien y que me quieran mucho y todas esas cosas que uno ya sabe que son imposibles.
Como dice H: Cuando los otros dicen, vos no escuchás llover. Y vos sabés que la gente dice de muchas formas. Tendrías que ver la manera de no sentirte responsable por todos. Tendrías que ver la manera de dejarte en paz.
Eso me gustaría.
Eso me propongo este año.
Dejarme en paz y disfrutar de las cosas, más suelta, sin miedo.
Mi papá se murió cuando yo tenía 12 años. Mi mamá se enfermó muy grave cuando yo tenía 14, tuve cáncer a los 30, se murió mi hijita el año pasado. ¿Qué otra cosa me puede pasar que sea peor que todo eso? ¿Por qué si cuando todo eso pasó, no tuve miedo, me agarra miedo ahora, cuando voy a una reunión en donde sólo hay gente que aprecio? Tendrá algo que ver, supongo. Algún nudo debe estar apretándose ahí, entorpeciendo el disfrute de las cosas.
Más lo pienso y menos razones encuentro para tener miedo. Más me lo digo y menos razones encuentro para martirizarme.
Dejarme en paz. Eso quiero.
Ya veré cómo lo logro.