domingo, 31 de enero de 2010

Dejarme en paz

Afuera hay una fiesta. Hay música y chicas cantando. No suena a que es mucho más lejos que dos pisos más abajo de donde estoy, ahora, escribiendo. Escribo sin saber muy bien hacia donde voy a ir. Fue y es, un sábado raro.
Estuve con dolor de cabeza todo el día. Dolor de cabeza e inquietud. Una inquietud tramposa que llegó el viernes a la noche, justo antes de salir a encontrarme con una gente que aprecio.
Es algo que me pasa desde hace un tiempo. Cada vez que tengo que ir a una reunión, un cumpleaños o lo que sea, donde sé que va a haber gente y que tengo que interactuar, nomás salgo de casa, me agarra una especie de taquicardia, una especie de angustia, no puedo explicarlo bien.
Una sensación de estar en peligro me toma el cuerpo. Volvería corriendo a mi casa, me metería en la cama y me taparía hasta la nariz, si no fuera la cabezona que soy, que se obliga a no obedecer a esos impulsos primitivos.
Y es algo loco, porque voy porque quiero y porque sé que la voy a pasar bien. Pero el "antes" se me hace insufrible.
Cuando llego, después de darme una perorata mental de no-puede-ser-que-te-pongas-así, me compongo. Aprendí que con los años, me las arreglo bastante bien para disimular. Hay que tener el ojo muy entrenado y conocerme mucho para notar que desde que salí de mi casa, la estoy pariendo.
Entonces, cuando llego a destino, toda esa inquietud, ese miedo irracional, la traduzco en comentarios sarcásticos y medio malditos que intentan ser graciosos o en alguna payasada, que siempre me salen, cuando estoy muy muy nerviosa.
Nadie diría que antes de salir, estuve al borde de las lágrimas. Ninguno de los presentes sospecharía que, las últimas dos veces que los vi, fui llorando todo el viaje. Y hacen muy bien, porque no es por ellos. Soy yo.
En fin, que paso unas horas ahí, tratando de hacerme la graciosa o de hacer reír a los presentes. Y lo paso bien. Me entretengo, me divierto. Nunca del todo, siempre con el satélite prendido, vigilante.
Cuando me voy, repaso una a una todas mis intervenciones de la noche. Me reprocho. No debí haber dicho esto. No debí haber hecho lo otro. Aquel tenía cara de orto, le habré caído mal. Equis me esquivó la vista, se habrá enojado? Y así, con todo. En fin, que no me doy paz. Ni un segundo. Nunca.
Y pienso, porque pienso mucho al respecto del disfrute en este tiempo, por qué no me dejo en paz.
Por qué son tan importantes para mí, las reacciones de los otros, lo que los otros dicen, lo que los otros se callan. Por qué espero contentarlos a todos y caerles bien y que me quieran mucho y todas esas cosas que uno ya sabe que son imposibles.
Como dice H: Cuando los otros dicen, vos no escuchás llover. Y vos sabés que la gente dice de muchas formas. Tendrías que ver la manera de no sentirte responsable por todos. Tendrías que ver la manera de dejarte en paz.
Eso me gustaría.
Eso me propongo este año.
Dejarme en paz y disfrutar de las cosas, más suelta, sin miedo.
Mi papá se murió cuando yo tenía 12 años. Mi mamá se enfermó muy grave cuando yo tenía 14, tuve cáncer a los 30, se murió mi hijita el año pasado. ¿Qué otra cosa me puede pasar que sea peor que todo eso? ¿Por qué si cuando todo eso pasó, no tuve miedo, me agarra miedo ahora, cuando voy a una reunión en donde sólo hay gente que aprecio? Tendrá algo que ver, supongo. Algún nudo debe estar apretándose ahí, entorpeciendo el disfrute de las cosas.
Más lo pienso y menos razones encuentro para tener miedo. Más me lo digo y menos razones encuentro para martirizarme.
Dejarme en paz. Eso quiero.
Ya veré cómo lo logro.

domingo, 24 de enero de 2010

Voluntad

Estoy haciendo el esfuerzo más grande del mundo.
Y este esfuerzo es, ni más ni menos, seguir viviendo.
Suena dramático, y quizás lo sea, pero es lo que estoy haciendo y no acepto que me vengan con boludeces.
Todos los días decido levantarme. Y es, por primera vez, una decisión consciente.
Ya que soportaremos el castigo de seguir en este mundo hasta que nos toque dejarlo, hagámoslo de la mejor manera posible.
La vida tiene una problemática muy sencilla, tan sencilla que es casi pava: o vivís o te morís.
Estuve todos estos meses viendo por cuál de las dos me decidía. Y no fue fácil tomar la decisión porque cuando a uno le toca sufrir, quiere terminar con el dolor lo más rápido posible. Y en el dolor, uno es egoísta. Y además, el dolor nunca se puede compartir, ni siquiera acompañar. Entonces, uno está solo y dolido. Y está solo de verdad, como nunca antes. Y no le queda otra más que, en algún momento, decidir qué va a hacer.
Decidí seguir viviendo. No es una metáfora. Es un hecho. De las opciones que tenía a la vista, después de pensar mucho sobre qué era lo mejor para mí y para todos los que quiero, decidí vivir. A pesar de todo.
Y no es fácil. Es un esfuerzo sobrehumano, cada día. No sé cómo avisarlo al resto del mundo, de mi mundo. No sé cómo decirles que, por favor, tengan en consideración que estoy poniendo toda mi fuerza, toda mi voluntad en juego. Que les agradecería que, minimamente, me dispensen de caras de culo gratuitas, discusiones sin motivo y fastidios estivales. Que nada más por este rato, me presten un segundo de atención y que vean, por favor, vean: todo lo que hago, lo poco que hago es puro esfuerzo.
No sé cómo decirlo más claro: Estoy poniendo toda mi voluntad en seguir viviendo.
No es una frase hecha. No es una forma de decir. No es una metáfora.
Es lo que pasa todos los días, todo el día.
Que no se me note, no quiere decir que no suceda.
Que no lo grite, no quiere decir que no lo diga.
Que no lo muestre, no quiere decir que no lo tenga.
Entonces, eso: decidí. Y todavía necesito que me ayuden para no arrepentirme.
Más claro no lo sé decir. Mejor no lo puedo transmitir.
Todo el dolor que me tocó en esta vida podría haberme vuelto loca. Decidí, a lo mejor sin saber, volverme cuerda. Y empezar a pedir lo que, en algún momento, hubiese creído que se sobreentendía.
Ya no confío en entrelíneas.
Me quedo acá. No sé bien para qué, ni cómo. Pero me quedo acá.
De este lado.